Hablemos claro, subirse a un escenario es amar hacer el ridículo. Es, fundamentalmente, amar el exhibicionismo. Que voy a superar con gracia cada trauma anclado en mi memoria, quizá. Pero en el fondo los artistas tenemos esa manía loca de mostrarnos, porque nos gusta mostrarnos.
Subirse al escenario es enfrentarse al terror. Es ser una bruja en Salem; es, también, si le gusta lo cristiano, crucificarse. Defiende uno verdades ajenas, mentiras, sobre todo mentiras que volvemos verdaderas.
Exagerado... sí. Malpensante, imperativo que lo sea. Por eso los escenarios son elevados, porque son ese altar desde el que nos alimentamos de odas, chiflidos e insultos. Porque sea como sea, los escenarios son para que quienes estemos arriba seamos vistos o mal vistos. Deseados, sobre todo deseados.
La palestra de las bajas pasiones quizá. Un altar es un altar, y más si desde el cielo caen cenitales que ennoblecen nuestro espíritu.
Uno se hace escritor o docente, pero hay oficios que pasan sobre el intelecto, lo atraviesan, y son justamente esos con los que nacemos porque son nuestra fuerza vital (como cuando uno se da cuenta de que la vida reside ahí, en el sexo, tóquese el vientre mientras paladea «sexo»).
Para bien o para mal, me sé actriz. No sé si buena, no sé si disciplinada. No es cuestión de asumirse, porque más allá de una decisión es una necesidad. Sin ese mundo de creación, que un amigo entrañable llama mundillo circense, la vida (mi vida) no sería igual. Por eso me sé actriz, porque amo el ridículo y mucho más la desvergüenza.
*La crucifixión: Jesús+Cristo: Carlos Recinos; Magdalena (ÑaMagda): su servidora, Lorena Saavedra. Momentos de ocio y juegos en escena mientras rodábamos un video.
Comentarios
Primores, Augusta, y seguí con la función, porque si no lo hacés vos, ¿quién?