Siempre he tenido miedo de quedarme ciega. Me da miedo porque soy torpe por naturaleza, porque ante mí todo lo que parece estar quieto en la repisa se inclina, cae y me golpea. Me da miedo porque, cuando por fin sea ciega, todos esos botes de especias y tazas de té caerán con más frecuencia, rebotarán en el suelo y soltarán esquirlas.
Me da miedo quedarme ciega porque dejo las cosas en lugares distintos, porque aún soy incapaz de guardar mi cepillo de dientes donde debe estar. En numerosas ocasiones lo he encontrado en la tetera de porcelana donde guardo las plumas y lápices. Y ese no es un buen lugar, ni higiénico, para dejar ese instrumento de limpieza. ¿Qué vida más triste y miserable tendré si ni siquiera puedo hallar un maldito cepillo?
Me da miedo quedarme ciega porque amo ver televisión y películas. Porque los grandes filmes tienen secuencias en las que no hay diálogos y uno debe estar pendiente de la cada fotograma para develar qué rayos pasa.
No mirar, no contemplar las imágenes, quizá sea el castigo más grande (y cruel) que la vida puede otorgar. No atrapar la vida con los ojos ha de ser el infierno.
Lo que más me aterraría de quedarme ciega sería esa maldita incertidumbre de no saber dónde estoy. Esa sensación de abandono, de que el mundo ahí afuera es inabarcable. O quizá lo peor sea tener que confiar en esa gente que ni siquiera sabe quién es ni para dónde va (que no es garantía de que uno lo sepa).
Pero lo más horrendo debe ser vivir la vida fútil. Vivir sin historias. Vivir sin libros. No leer, no saber de otros mundos y otras gentes debe ser el más infame de los castigos. Ha de ser la venganza suprema de vivir condenados una absurda vida aburrida. Porque no hay nada más hipócrita que creer que se tiene una vida interesante...
No, no.
Las vidas interesantes están ahí dentro de las tapas. Por si me quedo ciega un día de estos, he de buscarme un hermoso Lazarillo. Por si me quedo ciega un día de estos, quizá mejor me convierta en cantante para que suenen las monedas.
Me da miedo quedarme ciega porque dejo las cosas en lugares distintos, porque aún soy incapaz de guardar mi cepillo de dientes donde debe estar. En numerosas ocasiones lo he encontrado en la tetera de porcelana donde guardo las plumas y lápices. Y ese no es un buen lugar, ni higiénico, para dejar ese instrumento de limpieza. ¿Qué vida más triste y miserable tendré si ni siquiera puedo hallar un maldito cepillo?
Me da miedo quedarme ciega porque amo ver televisión y películas. Porque los grandes filmes tienen secuencias en las que no hay diálogos y uno debe estar pendiente de la cada fotograma para develar qué rayos pasa.
No mirar, no contemplar las imágenes, quizá sea el castigo más grande (y cruel) que la vida puede otorgar. No atrapar la vida con los ojos ha de ser el infierno.
Lo que más me aterraría de quedarme ciega sería esa maldita incertidumbre de no saber dónde estoy. Esa sensación de abandono, de que el mundo ahí afuera es inabarcable. O quizá lo peor sea tener que confiar en esa gente que ni siquiera sabe quién es ni para dónde va (que no es garantía de que uno lo sepa).
Pero lo más horrendo debe ser vivir la vida fútil. Vivir sin historias. Vivir sin libros. No leer, no saber de otros mundos y otras gentes debe ser el más infame de los castigos. Ha de ser la venganza suprema de vivir condenados una absurda vida aburrida. Porque no hay nada más hipócrita que creer que se tiene una vida interesante...
No, no.
Las vidas interesantes están ahí dentro de las tapas. Por si me quedo ciega un día de estos, he de buscarme un hermoso Lazarillo. Por si me quedo ciega un día de estos, quizá mejor me convierta en cantante para que suenen las monedas.
Comentarios
Buen post.