
Cuando vivía en casa de mis padres pataleé por años para que me pusieran una puerta. Sí, señor lector, la casa en la que habité fue diseñada en esos proyectos habitacionales de carácter social. Puede inferir que lo que entregaban era un cascarón funcional. Paredes sin repello, ventanas sin balcón, puertas de hierro, sistema hídrico y eléctrico. No más.
Más tarde obtuve mi puerta y construí mi reino con una tele, libros y una mesa para la computadora. Ahí hacía ejercicio, ensayaba mis diálogos para los montajes, leía en la madrugada esos folletos de Opinión Pública y redacté mis ensayos finales para los trabajos de graduación. Toda mi vida en ese sitio.
El otrora cubil felino fue el escritorio que me asignaron cuando tuve mi primer trabajo. Era pequeño, incómodo, arrimado a un pilar (no pregunten mucho cómo) y con una computadora lentísima. Luego, en ese periódico, me enviaron al fin del mundo, otro horrendo pasillo y ahí me dieron otro cubil felino. Este miraba hacia la pared, yo me sentía castigada. Los ires y venires me enviaron a otro sitio que pinta como sueño clasemediero*: una oficina con escritorio, librera, su lámpara en el techo y atrás... detrás del escritorio: una enorme ventana desde la que se mira lo chulo que es el volcán de San Salvador. Yo le dije, es un sueño "superación". Oficina con ventana. Bobadas, este fue el que me asignaron, y yo, feliz.
Cuando me fui de casa, entre el descalabro de que me habían quitado cuatro espléndidas oportunidades de vivienda, tomé un apartamento de estudiantes cerca de mi universidad. Créamelo, por amor a mis textos y a mis películas nocturnas tenía que irme. Mi vieja ya no soportaba que yo estuviera con la tele reflejándole la ventana. Además, yo desde hace rato me estaba yendo.
En ese sitio, el apartamentito con chicas desbocadas, me di cuenta que ya soy grande, que hace mucho que dejé esa vida de locura desmedida. Me di cuenta de que amo la limpieza y que odio que toquen mis cosas. Claro, microapartamentos separados pero con cocina compartida.
A mí vivir en comunidad no me gusta. De verdad. Un sitio tan lleno de gente me da una especie de ansiedad... no sé, no puedo explicarlo. Lo que ese lugar me mostró fue que hablo de manera pausada cuando quiero que, en este caso, las otras bajen las armas (ah, chicas gritonas). Que los jóvenes se hacen problemas por nimiedades. Me mostró lo lejos que estoy de esa muchacha furibunda que suelo ser en ocasiones. Aprendí que me fascina contemplar la cama recién hecha y los libros en su librera.
Me enseñó, además, que no debo conformarme y que sí, yo debería seguir mis ilusiones. (Vamos, mujer, ya estás grande, conseguite un apartamento bueno... para vos sola. Vos siempre quisiste tener una sala para hacer tus monerías teatrales, o tus bailes con tinte africano. Ah, también un lugar donde podás andar desnuda... ¿Acaso no sería la gloria? Sí, pues sí.)
Con esa palabreja gustosa -ilusión-es como conseguí un nuevo cubil felino. Le dijea a mi queridísima Virginia Lemus, que también me ayudó con la búsqueda, que el sitio me cayó como maná del cielo. Maná que me sabía a codorcines bañadas en chocolate o no sé qué otra obscenidad culinaria. Nos reímos de pura contentura. Mi amiga Marie me felicitó por el logro, me dijo que mi viejo iba (que estaba) orgulloso de mí, y que aunque estuviera palmado seguro ya se había dado cuenta de lo grande que yo estaba (y justo ahora me chorrea una lágrima, permítame que me limpie.)
Aunque no es aún EL cubil, es un ensayo de un sitio propio. Esa habitación propia de la que hablabla la Woolf. Firmo contrato el sábado. El sábado me dan las llaves, el sábado llevo un par de mis cachibaches. El domingo llevaré mi cama, mi sillón y mi tele. Lo único que tengo (dejo mi armario porque es enooorme). Luego vendrá lo demás... la hamaca en el pasillo, la cocina, la refri enana, mis cacerolas propias (unas me las dio mi vieja), la mesa donde escribiré cuentos y los cojines en los que nos echaremos a ver películas.
El cubil felino me lo dan mañana. Mañana me mudo al cubil felino. El cubil felino me espera.
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