Acabo de publicar en mi perfil de Facebook la foto de cuando egresamos. Y pensar que cuando entras a la universidad lo único que quieres es salir y "trabajar". Pero cuando ya estás fuera y te hallas desprotegido, desamparado, acongojado y con pesadumbre, lo único que quieres es volver a esos años de tiernos idilios universitarios.
Para algunos es una total tortura volver a esos días, en cambio para mí no lo fue. Aunque quizá no los repetiría. Lo que está pasando, para muchos de mis coetáneos, es que nos ataca la nostalgia y la lagrimera por aquellos días de paraíso. Colegas, amigos, estamos poniéndonos viejos.
Muchos de mis compañeros ya se casaron y, por supuesto, ya tienen hijos. (¡Vayan y superpoblen el mundo!) Muchos ya vamos alcanzando los treinta y sí, nos estamos poniendo aburridos. Es un aburrimiento de lo más horrendo, porque es ese en el que a través de las redes sociales nos acusamos de "descuidar" nuestra amistad y de no responder nunca a las invitaciones de "¡reunámonos todos!". El trabajo... No, hoy no puedo, ese día hago otra cosa. Ninguno se salva, todos alguna vez no hemos ido a equis reunión por algún motivo familiar o laboral. O simplemente, como ya crecimos, no queremos estar con algunas personas que ni siquiera es que te desagraden pero una se pregunta: ¿y de qué voy a hablar con fulanita? Ergo, una se abstiene.
El asunto es que hemos crecido, hemos cambiado prioridades, ahora somos unas personas diferentes. Eso somos, y cuando nos reunimos nos gusta ignorarlo. A estas alturas del partido es inválido que tratemos de pregonar amor y paz, y forzar a que todos, como somos un grupo, debemos llevarnos bien, amarnos y protegernos hasta que la muerte nos separe. No, no, ya no estamos para esas.
La otra vez estuve en una reunión porque había venido un amigo del extranjero y estábamos todos ahí, con nuestra vida hecha, con nuestros hijos, mujeres o maridos que estaban en otro sitio. Estábamos ahí, con cierta pretensión dulce de que seguíamos siendo los mismos, haciendo un esfuerzo sobrehumano porque nuestra reunión fuera lo que eran nuestras antiguas tertulias (y no digo que no la pasamos bien, nos pasamos media tarde haciendo memoria y nos reímos mucho). Sin embargo, al final todo se diluía y hablábamos de trabajo, de las quejas en el trabajo y de cómo no habíamos podido concretar nada para volver a hacer teatro como lo hacíamos hacía unos seis años.
Días después me entró cierta congoja. Hemos cambiado, me dije. Todos somos diferentes, y de alguna manera no queremos que sea así. De puro masoquismo me puse a ver fotografías antiguas y casi me da paro cardíaco. Ahí estábamos todos vestidos de negro porque habíamos presentado nuestros proyectos finales en la universidad, ahí estábamos en un antro con nuestras caras infantiles, ahí estábamos bebiéndonos unas cervezas... ahí estábamos cuando no mucho nos preocupaba, cuando ser la asistente de una docente pagaba todas nuestras deudas. Éramos más sencillos. No, no. Tan solo éramos más jóvenes.
Crecer, cambiar. A mi generación le tocó ser hijos de la guerra, le tocó dejar de ir a sus clases de natación porque tiraban balazos, nos tocó escondernos para la ofensiva, nos tocó ver Gente Chica y Mazinger Z, vimos Nubeluz con cierta desconfianza, y despreciamos al Cipitío en Canal 10 porque nos parecía aburrido. Fuimos esos hijos a los que ahora les está costando conseguir casa, somos aquellos muchachitos que crecimos corriendo en los pasajes, esos que con una charamusca eran felices.
Somos esos jóvenes que crecimos con Alanis Morrisette y otras cosas horrendas como los BackStreet Boys o las Spice Girls, somos esto, somos una amalgama de contradicciones porque no sufrimos la guerra pero que sabemos qué es comer mierda porque a todos nos faltó una buena leche allá cuando teníamos cinco años.
¿Qué decir? Hemos crecido, hemos cambiado. Y me gustaría volver a ver la cara de mis gentes, a todos y cada uno y tener la madurez de no juzgarlos como lo hacía cuando era una estúpida muchacha de veinte años. Quisiera mirar con más detenimiento y que mi "carácter mierda" que dicen que tengo no haga añicos a la humanidad. Sería prodigioso que de una buena vez las máscaras se cayeran y nos viéramos con ternura y nos dijéramos: oh, sí, estamos tan distintos y está bien.
Quizá ahora que estamos en esta extraña transición podamos deconstruir esa imagen infantil que tenemos de los otros y aceptar por fin que ya no somos los mismos. En mi defensa debo decir que mi carácter (catalogado de mierda, que no pase de largo) se encuentra en sus mejores condiciones. Está ejercitándose a diario, está poniéndose más cachondo porque ahora que ya se acerca a las tres décadas no está tan inseguro como hacía años. Y lo mismo debo decir de ustedes, amigos, se están poniendo más humanos. Están haciendo su vida y proyectos, están siendo lo que han querido ser.
Sí. Eso pasa cuando se crece.
Para algunos es una total tortura volver a esos días, en cambio para mí no lo fue. Aunque quizá no los repetiría. Lo que está pasando, para muchos de mis coetáneos, es que nos ataca la nostalgia y la lagrimera por aquellos días de paraíso. Colegas, amigos, estamos poniéndonos viejos.
Muchos de mis compañeros ya se casaron y, por supuesto, ya tienen hijos. (¡Vayan y superpoblen el mundo!) Muchos ya vamos alcanzando los treinta y sí, nos estamos poniendo aburridos. Es un aburrimiento de lo más horrendo, porque es ese en el que a través de las redes sociales nos acusamos de "descuidar" nuestra amistad y de no responder nunca a las invitaciones de "¡reunámonos todos!". El trabajo... No, hoy no puedo, ese día hago otra cosa. Ninguno se salva, todos alguna vez no hemos ido a equis reunión por algún motivo familiar o laboral. O simplemente, como ya crecimos, no queremos estar con algunas personas que ni siquiera es que te desagraden pero una se pregunta: ¿y de qué voy a hablar con fulanita? Ergo, una se abstiene.
El asunto es que hemos crecido, hemos cambiado prioridades, ahora somos unas personas diferentes. Eso somos, y cuando nos reunimos nos gusta ignorarlo. A estas alturas del partido es inválido que tratemos de pregonar amor y paz, y forzar a que todos, como somos un grupo, debemos llevarnos bien, amarnos y protegernos hasta que la muerte nos separe. No, no, ya no estamos para esas.
La otra vez estuve en una reunión porque había venido un amigo del extranjero y estábamos todos ahí, con nuestra vida hecha, con nuestros hijos, mujeres o maridos que estaban en otro sitio. Estábamos ahí, con cierta pretensión dulce de que seguíamos siendo los mismos, haciendo un esfuerzo sobrehumano porque nuestra reunión fuera lo que eran nuestras antiguas tertulias (y no digo que no la pasamos bien, nos pasamos media tarde haciendo memoria y nos reímos mucho). Sin embargo, al final todo se diluía y hablábamos de trabajo, de las quejas en el trabajo y de cómo no habíamos podido concretar nada para volver a hacer teatro como lo hacíamos hacía unos seis años.
Días después me entró cierta congoja. Hemos cambiado, me dije. Todos somos diferentes, y de alguna manera no queremos que sea así. De puro masoquismo me puse a ver fotografías antiguas y casi me da paro cardíaco. Ahí estábamos todos vestidos de negro porque habíamos presentado nuestros proyectos finales en la universidad, ahí estábamos en un antro con nuestras caras infantiles, ahí estábamos bebiéndonos unas cervezas... ahí estábamos cuando no mucho nos preocupaba, cuando ser la asistente de una docente pagaba todas nuestras deudas. Éramos más sencillos. No, no. Tan solo éramos más jóvenes.
Crecer, cambiar. A mi generación le tocó ser hijos de la guerra, le tocó dejar de ir a sus clases de natación porque tiraban balazos, nos tocó escondernos para la ofensiva, nos tocó ver Gente Chica y Mazinger Z, vimos Nubeluz con cierta desconfianza, y despreciamos al Cipitío en Canal 10 porque nos parecía aburrido. Fuimos esos hijos a los que ahora les está costando conseguir casa, somos aquellos muchachitos que crecimos corriendo en los pasajes, esos que con una charamusca eran felices.
Somos esos jóvenes que crecimos con Alanis Morrisette y otras cosas horrendas como los BackStreet Boys o las Spice Girls, somos esto, somos una amalgama de contradicciones porque no sufrimos la guerra pero que sabemos qué es comer mierda porque a todos nos faltó una buena leche allá cuando teníamos cinco años.
¿Qué decir? Hemos crecido, hemos cambiado. Y me gustaría volver a ver la cara de mis gentes, a todos y cada uno y tener la madurez de no juzgarlos como lo hacía cuando era una estúpida muchacha de veinte años. Quisiera mirar con más detenimiento y que mi "carácter mierda" que dicen que tengo no haga añicos a la humanidad. Sería prodigioso que de una buena vez las máscaras se cayeran y nos viéramos con ternura y nos dijéramos: oh, sí, estamos tan distintos y está bien.
Quizá ahora que estamos en esta extraña transición podamos deconstruir esa imagen infantil que tenemos de los otros y aceptar por fin que ya no somos los mismos. En mi defensa debo decir que mi carácter (catalogado de mierda, que no pase de largo) se encuentra en sus mejores condiciones. Está ejercitándose a diario, está poniéndose más cachondo porque ahora que ya se acerca a las tres décadas no está tan inseguro como hacía años. Y lo mismo debo decir de ustedes, amigos, se están poniendo más humanos. Están haciendo su vida y proyectos, están siendo lo que han querido ser.
Sí. Eso pasa cuando se crece.
Comentarios