A nosotros dos ni nos presentaron. Caímos así, de zopetón. Casi uno detrás del otro. Recuerdo una imagen clarísima. Era de mañana. El sol entraba alegre e iluminaba un sillón color vino que usábamos como bus, casa, montaña, fuerte, sitio de batalla. Recuerdo que él me preguntaba que cuántos años tenía. Yo le contestaba que cuatro, y él me decía que cinco. Eso es lo primero que recuerdo de la relación con mi hermano. Esa diferencia temporal.
A mí siempre me tocó repasar sus pijamas, camisas y calzonetas. Es que yo fui una niña bien niño y siempre he estado orgullosa de eso. Recuerdo que no me molestaba mucho aquello, porque yo vengo de una familia extensa muy tradicional en los quehaceres masculinos, rurales y chabacanes.
La nuestra es una relación de amor y desesperación. Nos conocemos tanto que nos extrañamos y nos odiamos con cariño por lo que somos. Una relación sana de hermanos. A veces nos admiramos de los logros del otro, a veces no entendemos por qué tomó esa decisión, pero nos dejamos estar. Hace años que ya no nos metemos en las cosas del otro. Quizá al fin comprendimos que así somos felices.
Yo de mi hermano siempre admiré el empeño que le pone a las cosas. Y de esto estoy segura: con él pasé la infancia más feliz que me pueda imaginar.
En la casa de los abuelos paternos, Mamagiña y Papadán, hicimos grandes malilladas. Nos robábamos el zacate del terreno de al lado y lo metíamos entre las escobillas para hacer cuevas. Lo tirábamos al piso y ahí nos dormíamos. Éramos cuatro: Caro, Christian, mi bro y yo. De pura suerte jamás nos picó una coral.
Los dos aprendimos a andar en bicicleta en la misma BMX color plateado. Nos la turnábamos, y cuando fuimos demasiado grandes, se la dimos a nuestro primo Christian, a quien queremos con locura. Cuando esa bici se fue, mi papá compró una nueva. Era amarilla. Hermosa. Para ese entonces ya teníamos quizá unos ocho años o siete.
Recuerdo bien la noche en la que llegó, estaba ahí, forrada con todo ese plástico con bolitas de aire. ¡Cuánta dicha! Es la bicicleta de tu hermano, dijeron. Entonces yo me puse furibunda, triste, frustrada, acongojada... y todos esos estados puros en los que las niñas solemos estar cuando no entendemos qué pasa. Yo luego le dije a mi papá que también quería una. Que yo era niña, dijo. Que a mí eso no me importaba (eso me contó mamá). Yo quería una bici como la de mi hermano. A la siguiente semana me la dieron (Oh, hermosos papás alcahuetas, ¡benditos sean!).
Es que a mí eso de juguetes para niños y otros para niñas nunca me caló, porque con mi hermano siempre jugamos juntos. Con todos los juguetes. Claro, solo éramos nosotros. Solo nos teníamos el uno al otro. Es que pasó una cosa grave cuando éramos chicos. A mi hermano un vecino lo empujó de un jardín y se fue a estrellar a un arriate. Casi se le sale el ojo. Desde esa ocasión, ya jamás nos dejaron jugar "afuera". Como verán, él y yo. Nada más. Nadie nos visitaba y nosotros no visitábamos a nadie.
Ahora que él esta un cacho lejos, hoy que no pude levantarme a las cinco de la mañana para ponerle las Mañanitas y el Feliz Cumpleaños de Pedro Infante para levantarlo junto con mi mamá y mi hermanito menor, hoy que nos falta nuestro padre, solo me pongo a pensar que tener un hermano es lo mejor y peor que me pudo pasar. Si usted tuvo hermano me va a entender. Es así de complicado, es así de puro. Los amores filiales son así, extraños.
Hoy que mi hermano cumple treinta años solo quiero decirle que lo quiero con toda su complejidad. Que extraño su buen humor, y que no me hace falta cuánto le obsesiona el fútbol. Que cuando me encachimba se me pasa al rato, que no le guardo rencor. Quiero decirle que estamos bien, que lo quiero de verdad. Que solo yo lo puedo querer de a de veras. Que estoy orgullosa de lo que hace, y que siempre me asusta cuando toma esas decisiones abruptas que no entiendo. Igual, estoy feliz por él.
El mero Elvis ya tiene treinta añotes. ¡Que los goce!
PD: ¡Feliz cumpleaños, loroco!
A mí siempre me tocó repasar sus pijamas, camisas y calzonetas. Es que yo fui una niña bien niño y siempre he estado orgullosa de eso. Recuerdo que no me molestaba mucho aquello, porque yo vengo de una familia extensa muy tradicional en los quehaceres masculinos, rurales y chabacanes.
La nuestra es una relación de amor y desesperación. Nos conocemos tanto que nos extrañamos y nos odiamos con cariño por lo que somos. Una relación sana de hermanos. A veces nos admiramos de los logros del otro, a veces no entendemos por qué tomó esa decisión, pero nos dejamos estar. Hace años que ya no nos metemos en las cosas del otro. Quizá al fin comprendimos que así somos felices.
Yo de mi hermano siempre admiré el empeño que le pone a las cosas. Y de esto estoy segura: con él pasé la infancia más feliz que me pueda imaginar.
En la casa de los abuelos paternos, Mamagiña y Papadán, hicimos grandes malilladas. Nos robábamos el zacate del terreno de al lado y lo metíamos entre las escobillas para hacer cuevas. Lo tirábamos al piso y ahí nos dormíamos. Éramos cuatro: Caro, Christian, mi bro y yo. De pura suerte jamás nos picó una coral.
Los dos aprendimos a andar en bicicleta en la misma BMX color plateado. Nos la turnábamos, y cuando fuimos demasiado grandes, se la dimos a nuestro primo Christian, a quien queremos con locura. Cuando esa bici se fue, mi papá compró una nueva. Era amarilla. Hermosa. Para ese entonces ya teníamos quizá unos ocho años o siete.
Recuerdo bien la noche en la que llegó, estaba ahí, forrada con todo ese plástico con bolitas de aire. ¡Cuánta dicha! Es la bicicleta de tu hermano, dijeron. Entonces yo me puse furibunda, triste, frustrada, acongojada... y todos esos estados puros en los que las niñas solemos estar cuando no entendemos qué pasa. Yo luego le dije a mi papá que también quería una. Que yo era niña, dijo. Que a mí eso no me importaba (eso me contó mamá). Yo quería una bici como la de mi hermano. A la siguiente semana me la dieron (Oh, hermosos papás alcahuetas, ¡benditos sean!).
Es que a mí eso de juguetes para niños y otros para niñas nunca me caló, porque con mi hermano siempre jugamos juntos. Con todos los juguetes. Claro, solo éramos nosotros. Solo nos teníamos el uno al otro. Es que pasó una cosa grave cuando éramos chicos. A mi hermano un vecino lo empujó de un jardín y se fue a estrellar a un arriate. Casi se le sale el ojo. Desde esa ocasión, ya jamás nos dejaron jugar "afuera". Como verán, él y yo. Nada más. Nadie nos visitaba y nosotros no visitábamos a nadie.
La parte más fantástica de nuestra infancia juntos fue andar bicicleteando en El Espino (porque antes de Multiplaza había un bosque de cafetal). Entonces éramos veinte. Todos los vecinos de la cuadra, el jefe de mi papá, Pedrito, Mortadela, don José, Jhony, mi papá, mi bro y yo. Yo era la única muchachita en medio de ese montón de hombres. Y es que era así, yo era igual que mi hermano. No tenían por qué dejarme en casa. Hicimos todo juntos. La primera comunión, las clases de inglés inacabadas, las clases de natación suspendidas por la guerra, la confirma... Luego vino la universidad y tomamos nuestros caminos.
Ahora que lo pienso... Quizá mi hermano sin saberlo forjó en mí esta lucha que ahora no me cuesta tanto. Quizá por eso soy como soy, porque para nuestros papás éramos dos, éramos uno también. A los dos nos dieron los mismos privilegios. No había por qué llorar.
Hoy que mi hermano cumple treinta años solo quiero decirle que lo quiero con toda su complejidad. Que extraño su buen humor, y que no me hace falta cuánto le obsesiona el fútbol. Que cuando me encachimba se me pasa al rato, que no le guardo rencor. Quiero decirle que estamos bien, que lo quiero de verdad. Que solo yo lo puedo querer de a de veras. Que estoy orgullosa de lo que hace, y que siempre me asusta cuando toma esas decisiones abruptas que no entiendo. Igual, estoy feliz por él.
El mero Elvis ya tiene treinta añotes. ¡Que los goce!
PD: ¡Feliz cumpleaños, loroco!
Comentarios