Cuando yo decido ponerme estúpida, realmente me esmero. Es el mismo sentimiento de cuando quiero hacer algo bien, la misma fuerza, pero otra cosa me gobierna. El soponcio, un demonio malvado, mi otra yo que es una irresponsable... qué se yo.
Lo de ayer fue una tontería tremenda. Luego de la peli de Dustin Huffman en la que es autista (y que Tom Cruise parece menos despreciable y parece que actúa) se me ocurrió ir por agua a la cocina. Ahora bien, yo soy ciega. Parcialmente ciega. De hecho, bastante ciega. Tengo no sé cuántos puntos en mis lentes cóncavos que posicionan eso que veo en el lugar correcto del globo ocular.
Me explico, desde hace la mitad de mi vida que ejerzo la ceguera con algo de dignidad. Gracias a una herencia modesta que dejó mi viejo me pude comprar estos lentos que uso. Bastante caros, pero como los uso todo el tiempo me dije: no importa, son tu cara también. Es decir, sé ser ciega.
Vuelvo al sopor de la tarde de domingo, a la peli con Dustin y a mi estupidez. Yo, tan cuidadosa, yo, tan milimétricamente controladora con mis lentes, yo que no los dejo tirados porque son mis ojos... yo cometí la estupidez de dejarlos demasiado cerca de las chanclas. Entonces, mi torpe cuerpo medio dormido se levantó, puso un pie en una chancleta y.. Sí, eso, yo le puse toda mi humanidad a mis aros para mirar.
Cuando me di cuenta que era grave, traté de medio arreglarlos pero mi chico, que vio aquello y se asustó de mi queja, me pidió que los dejara, él los iba a arreglar. Porque él tiene más paciencia, porque es hombre y le gusta arreglar mis desastres, porque yo estaba tan molesta conmigo por semejante tontería que no era capaz de pensar.
Yo me despreocupé cuando él se ocupó. Cuando me dijo que era grave, que no se podía... yo sentí morirme. Bueno no, eso es exagerar, pero sí entró en mí desesperación tal que me dije: a la puta, soy una ciega, soy una discapacitada, yo sin esos vidrios no sé andar.
Decidimos salir corriendo a una óptica, a ver si se podía componer mi desastre. Mientras me arreglé, me sentí fatal, pero lo peor vino cuando me quería calzar unas sandalias. No podía ponérmelas, no veía el agujerito, no veía ni sentía el pin que debía entrar, era yo una inútil que no podía ponerme unas estúpidas sandalias doradas. Estuve ahí un par de minutos y me sentí tan frustrada, tan impotente, tan nada por no poder ver ese simple agujerito. De pura bravura las tiré.
Me puse otras que no necesitaban de mi aguda vista de águila.
Mirar la calle con mi capacidad visual real fue chocante, terrible y abrumador. No distinguía nada. Manchas de colores, desenfoque... ningún rostro, y las letras era imposibles mirarlas.
Cuando la mujer de la óptica se fue con ella se llevó mis súplicas. Quería que salvara mi dignidad de mujer lectora, de mujer de letras, esa de "mirada" aguda y que cree que solo lee cosas interesantes... Yo me sentía desarmada. Terriblemente triste y preocupada. Estaba ahí sin mis prótesis, sin eso que me hace lo que soy.
La mujer volvió dos veces más para consultar si podía arriesgarse en la resucitación. Yo la dejé estar. Mientras volvía abrazaba la posibilidad de mandar a hacer unas nuevas gafas... pero ahora una que está tan pobre, y las clínicas tan caras, y las ópticas tan usureras. ¿Y si no las componía? ¿Iba a llamar al trabajo y decirles que por mi ceguera no podía ir? ¿Qué tan estúpida podía escucharse esa excusa que era cierta?
Por fin volvió la mujer y logró componer un poco mis lentes. Yo respiré aliviadísima. Soy esto, este pedazo de gente que sin un par de vidrios no puede mirar, andar, cocinar, que ama ver películas... ¿Y si algún día me quedo ciega? No, no, no pensemos en tonterías.
Mientras escribo esto no dejo de pensar en que la mujercita de la óptica, que no me cobró ni un cinco, me ha devuelto algo de mi dignidad, en que a pesar de estar desniveladas puedo ver. Están bien cuicas. Va a necesitar otras, me dijo, pero yo ya no la escuché más. Ahora podía mirar. Solo eso me importaba.
Mientras la ilusión de que puedo ver me embarga aún quiero olvidar por completo lo ciega que estoy. No, yo no quiero acordarme de qué es ser ciega. ¡Yo no quiero ser ciega, por piedad!
Lo de ayer fue una tontería tremenda. Luego de la peli de Dustin Huffman en la que es autista (y que Tom Cruise parece menos despreciable y parece que actúa) se me ocurrió ir por agua a la cocina. Ahora bien, yo soy ciega. Parcialmente ciega. De hecho, bastante ciega. Tengo no sé cuántos puntos en mis lentes cóncavos que posicionan eso que veo en el lugar correcto del globo ocular.
Me explico, desde hace la mitad de mi vida que ejerzo la ceguera con algo de dignidad. Gracias a una herencia modesta que dejó mi viejo me pude comprar estos lentos que uso. Bastante caros, pero como los uso todo el tiempo me dije: no importa, son tu cara también. Es decir, sé ser ciega.
Vuelvo al sopor de la tarde de domingo, a la peli con Dustin y a mi estupidez. Yo, tan cuidadosa, yo, tan milimétricamente controladora con mis lentes, yo que no los dejo tirados porque son mis ojos... yo cometí la estupidez de dejarlos demasiado cerca de las chanclas. Entonces, mi torpe cuerpo medio dormido se levantó, puso un pie en una chancleta y.. Sí, eso, yo le puse toda mi humanidad a mis aros para mirar.
Cuando me di cuenta que era grave, traté de medio arreglarlos pero mi chico, que vio aquello y se asustó de mi queja, me pidió que los dejara, él los iba a arreglar. Porque él tiene más paciencia, porque es hombre y le gusta arreglar mis desastres, porque yo estaba tan molesta conmigo por semejante tontería que no era capaz de pensar.
Yo me despreocupé cuando él se ocupó. Cuando me dijo que era grave, que no se podía... yo sentí morirme. Bueno no, eso es exagerar, pero sí entró en mí desesperación tal que me dije: a la puta, soy una ciega, soy una discapacitada, yo sin esos vidrios no sé andar.
Decidimos salir corriendo a una óptica, a ver si se podía componer mi desastre. Mientras me arreglé, me sentí fatal, pero lo peor vino cuando me quería calzar unas sandalias. No podía ponérmelas, no veía el agujerito, no veía ni sentía el pin que debía entrar, era yo una inútil que no podía ponerme unas estúpidas sandalias doradas. Estuve ahí un par de minutos y me sentí tan frustrada, tan impotente, tan nada por no poder ver ese simple agujerito. De pura bravura las tiré.
Me puse otras que no necesitaban de mi aguda vista de águila.
Mirar la calle con mi capacidad visual real fue chocante, terrible y abrumador. No distinguía nada. Manchas de colores, desenfoque... ningún rostro, y las letras era imposibles mirarlas.
Cuando la mujer de la óptica se fue con ella se llevó mis súplicas. Quería que salvara mi dignidad de mujer lectora, de mujer de letras, esa de "mirada" aguda y que cree que solo lee cosas interesantes... Yo me sentía desarmada. Terriblemente triste y preocupada. Estaba ahí sin mis prótesis, sin eso que me hace lo que soy.
La mujer volvió dos veces más para consultar si podía arriesgarse en la resucitación. Yo la dejé estar. Mientras volvía abrazaba la posibilidad de mandar a hacer unas nuevas gafas... pero ahora una que está tan pobre, y las clínicas tan caras, y las ópticas tan usureras. ¿Y si no las componía? ¿Iba a llamar al trabajo y decirles que por mi ceguera no podía ir? ¿Qué tan estúpida podía escucharse esa excusa que era cierta?
Por fin volvió la mujer y logró componer un poco mis lentes. Yo respiré aliviadísima. Soy esto, este pedazo de gente que sin un par de vidrios no puede mirar, andar, cocinar, que ama ver películas... ¿Y si algún día me quedo ciega? No, no, no pensemos en tonterías.
Mientras escribo esto no dejo de pensar en que la mujercita de la óptica, que no me cobró ni un cinco, me ha devuelto algo de mi dignidad, en que a pesar de estar desniveladas puedo ver. Están bien cuicas. Va a necesitar otras, me dijo, pero yo ya no la escuché más. Ahora podía mirar. Solo eso me importaba.
Mientras la ilusión de que puedo ver me embarga aún quiero olvidar por completo lo ciega que estoy. No, yo no quiero acordarme de qué es ser ciega. ¡Yo no quiero ser ciega, por piedad!
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