Hoy leí a José MaríaTojeira, a Krisma Mancía y una agradabilísima noticia sobre Claudia Hernández (a quien admiro con locura desde que hace unos diez o doce años me la presentó Rafael Menjívar en un librito de cuentos que estará en el estante de La Casa del Escritor en Los Planes de Renderos). El texto de Tojeira me llenó de ánimo, de coraje. Me dije: Vaya, qué bien lo ha dicho, qué fantástico. Cuando llegué al de Krisma Mancía mi corazón se hizo pedazos.
Ella dice: Luego me analizo y me veo 15 años atrás. Me recuerdo, allí en el limbo. Con mis cuadernos repletos de versos en una aula de la universidad. Desesperada y ansiosa por demostrarle al mundo mi talento y sin saber dónde hacerlo. Entoces yo también era y soy esa muchacha del ataché. Me dolió porque yo también he hecho eso. Me dolió porque la plataforma no es perfecta, pero quiere serlo, se esmera y sin confianza en ella no hay nada.
He ganado los Juegos Florales en varias ocasiones y varios concursos antes. Me atreví por primera vez hace ocho años. El IDHUCA había convocado un concurso y fue jurado Manlio Argueta. Seis jóvenes salimos premiados y Bancaja nos llevó con todo pagado a Valencia, España. La institución creyó en nosotros, en que ese (en mi caso cuento) producto era nuestro. ¿Y si yo hubiera plagiado y me iba a España y volvía y luego se descubría todo? En esa ocasión éramos nosotros y no las letras de otros.
Años más tarde me animé con otros concursos más. Y todos los que concursamos sabemos de la agonía que es estirar un cuento con más descripciones, más diálogos para llegar a las 40, 80 o 100 páginas que solicitan las bases. Rebuscamos archivos antiguos de textos no terminados y los acabamos para ver si así llegamos a la meta.
Con El Conjuro de Clementina (Premio de dramaturgia infantil 2008) tuve mis alegrías y sufrimientos. Cuando años más tarde lo revisamos en un taller con Berta Hiriart, una dramaturga mexicana, dijo que había una buena semilla, que debía buscar que se desarrollara mucho más y de eso se trata, de que crezca un texto.
Luego vino Ricky y la gran orquesta (premio de dramaturgia infantil 2009) y hasta ahora es que algunos actores lo están leyendo porque la Dirección de Publicaciones e Impresos sacó una modesta publicación de 500 ejemplares. Un día otra dramaturga nacional me dijo que ese texto no era tan bueno y yo lo escondí. Años más tarde mi pareja, el animador Ricardo Barahona (creador de la animación Cuentos de Cipotes), me dijo que esa obrita era buena, pero como no era de mensaje moral, quizá por eso no era tan popular, que por mis intereses me iba a costar que mi trabajo se notara. Lo sé y lo padezco.
Quizá del cuentario que me siento más orgullosa es Los perros de Barueles (premio de cuento 2010, inédito por supuesto) y también entre los jurados estaba Manlio Argueta (a quien no tengo la dicha de conocer en persona). Dice el acta de premiación que le gustó (para mí eso es mucho). Para eso trabajé bastante. Recuerdo que deseché muchas ideas, que una no se desarrollaba bien (y aún creo que debe eliminarse ese cuento). Solo recuerdo las mañanas de sábado tecleando, y mientras el trabajo no llegaba en el periódico donde trabajaba, también tecleando y haciendo borradores.
Esos son los logros. Pero detrás de eso hay una novela, y no sé cuántos cuentos más que no ganaron. Y en Guatemala tampoco ganaron, y si los reviso, quizá no ganen tampoco. Es decir, para llegar a dejar un trabajo a un Juego Floral hay que sufrir (y gozar también porque sin eso, no se hace nada. Es el placer infinito de crear algo). Se debe parir por lo menos unos tres meses antes. Si uno es meticuloso, seis meses, y tener planes absurdos como: tengo que escribir al menos un cuento hoy. O afirmaciones mentirosas como: si no duerno hoy y el domingo, creo que llego a las cien páginas. Y aguantar críticas como que tu obra de teatro no tiene acción (con argumentos válidos) y corregir, y que te digan que tu cuento es soso (y volver y darle delete), y que...
Ella dice: Luego me analizo y me veo 15 años atrás. Me recuerdo, allí en el limbo. Con mis cuadernos repletos de versos en una aula de la universidad. Desesperada y ansiosa por demostrarle al mundo mi talento y sin saber dónde hacerlo. Entoces yo también era y soy esa muchacha del ataché. Me dolió porque yo también he hecho eso. Me dolió porque la plataforma no es perfecta, pero quiere serlo, se esmera y sin confianza en ella no hay nada.
He ganado los Juegos Florales en varias ocasiones y varios concursos antes. Me atreví por primera vez hace ocho años. El IDHUCA había convocado un concurso y fue jurado Manlio Argueta. Seis jóvenes salimos premiados y Bancaja nos llevó con todo pagado a Valencia, España. La institución creyó en nosotros, en que ese (en mi caso cuento) producto era nuestro. ¿Y si yo hubiera plagiado y me iba a España y volvía y luego se descubría todo? En esa ocasión éramos nosotros y no las letras de otros.
Años más tarde me animé con otros concursos más. Y todos los que concursamos sabemos de la agonía que es estirar un cuento con más descripciones, más diálogos para llegar a las 40, 80 o 100 páginas que solicitan las bases. Rebuscamos archivos antiguos de textos no terminados y los acabamos para ver si así llegamos a la meta.
Con El Conjuro de Clementina (Premio de dramaturgia infantil 2008) tuve mis alegrías y sufrimientos. Cuando años más tarde lo revisamos en un taller con Berta Hiriart, una dramaturga mexicana, dijo que había una buena semilla, que debía buscar que se desarrollara mucho más y de eso se trata, de que crezca un texto.
Luego vino Ricky y la gran orquesta (premio de dramaturgia infantil 2009) y hasta ahora es que algunos actores lo están leyendo porque la Dirección de Publicaciones e Impresos sacó una modesta publicación de 500 ejemplares. Un día otra dramaturga nacional me dijo que ese texto no era tan bueno y yo lo escondí. Años más tarde mi pareja, el animador Ricardo Barahona (creador de la animación Cuentos de Cipotes), me dijo que esa obrita era buena, pero como no era de mensaje moral, quizá por eso no era tan popular, que por mis intereses me iba a costar que mi trabajo se notara. Lo sé y lo padezco.
Quizá del cuentario que me siento más orgullosa es Los perros de Barueles (premio de cuento 2010, inédito por supuesto) y también entre los jurados estaba Manlio Argueta (a quien no tengo la dicha de conocer en persona). Dice el acta de premiación que le gustó (para mí eso es mucho). Para eso trabajé bastante. Recuerdo que deseché muchas ideas, que una no se desarrollaba bien (y aún creo que debe eliminarse ese cuento). Solo recuerdo las mañanas de sábado tecleando, y mientras el trabajo no llegaba en el periódico donde trabajaba, también tecleando y haciendo borradores.
Esos son los logros. Pero detrás de eso hay una novela, y no sé cuántos cuentos más que no ganaron. Y en Guatemala tampoco ganaron, y si los reviso, quizá no ganen tampoco. Es decir, para llegar a dejar un trabajo a un Juego Floral hay que sufrir (y gozar también porque sin eso, no se hace nada. Es el placer infinito de crear algo). Se debe parir por lo menos unos tres meses antes. Si uno es meticuloso, seis meses, y tener planes absurdos como: tengo que escribir al menos un cuento hoy. O afirmaciones mentirosas como: si no duerno hoy y el domingo, creo que llego a las cien páginas. Y aguantar críticas como que tu obra de teatro no tiene acción (con argumentos válidos) y corregir, y que te digan que tu cuento es soso (y volver y darle delete), y que...
Para escribir hay que tener alma, algunos dirán inspiración, pero yo en esa tontería no creo porque a mí jamás me han venido las ideas ni con vino/cerveza/tequila ni yo echada en la hamaca. A mí las ideas me han venido cuando más ocupada estoy, cuando las escribo y al cabo de las semanas me doy cuenta de que son una mierda, y las tiro y las hago de nuevo. Porque para mí las ideas se deben desarrollar. Echarlas a la olla de presión, me dijo una vez don Paco (Francisco Andrés Escobar), mientras cruzaba la esquina del POPS de la UCA.
A todos los que escribimos nos ha costado. Todos los que decidimos que la escritura es nuestra manera de descifrar el mundo y con eso construimos nos han tocado desvelos, madrugones (en mi caso), decir no a salidas, no mirar películas, hay dolores de espalda, duelen las manos y la bicicleta estacionaria se resiente... A los que nos gusta escribir, nos toca leer siete o diez veces más de lo que producimos.
Escribir es un oficio, un trabajo.
Cuando usted escribía de verdad le pasaba eso... ¿verdad? No, Alberto Rojas, plagiar no es una protesta social. Es un delito. Usted tuvo la dicha y desdicha de ser mediatizado. Hace años eso no pasaba. Para mandar algo a un concurso hay que tener bien puestos los ovarios... lo suyo, Rojas, es otra cosa.
Ahora me voy a leer con deleite la nota de Hernández, porque da gusto leer algo de una persona que trabaja.
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