Soy una treintona casi frustrada. Pero mis pesares no son de índole fútil, por ser amable, como si estudié lo que quise o si tengo el trabajo soñado o el marido ideal, como diría Wilde. Tampoco me siento aminorada por ser bajita, morocha y ciega. No, no, no. Dos de esas características fueron en más de una ocasión veneradas (y siguen siendo huella de buen recuerdo). Sí me frustra un poquitín que no terminé el tal inglés en mi adolescencia y ahora estoy retrasada en eso y blablablá. No, mis frustraciones son más profundas. Son casi infantiles.
Jamás he tenido un gato.
En serio. Venero a esas criaturas salvajes, pero nunca he nombrado uno. Y por lo pronto no sé si me llegará a pasar esa felicidad que supone que un gato se me arrime mientras leo sandeces. Sueño con el día en el que llegue a casa y esa cosa peluda haya rasguñado mis sillones, o que dé de maullidos mientras le digo que le compré camarones. Sueño con poder ponerle un nombre snob de algún escritor que me guste.
A los veintitantos mi madre ya tenía parentela y casa. Yo ni uno ni lo otro. La aparente bonanza económica que supone ser una muchacha estudiada se diluye en la compra de víveres en un supermercado de cadena internacional. Hay quienes tienen gatos en apartamentos. Mi antigua casera me dijo que podía tener uno, pero que lo tuviera encerrado. ¿Encerrado? ¿Un gato puede estar encerrado? No, eso no pasa.
Con mi antigua compañera casi tuvimos uno, pero hacía ruido en el techo de los vecinos del piso de abajo cuando la condenada se escapaba a pasear. Pero esa no era mi gata, era de ella... prestada por la Chera, quien goza ahora del frío chileno.
En fin. A los nueve años casi tuve uno. Mi abuela Catalina, mi hermano y yo lo llamamos Beto. Era negro y ojos amarillos. La belleza personificada. Pero tuvimos casa chica y se escapó, porque tampoco era nuestro. Beto era un intruso que nos amaba y le gustaba jugar con nosotros. Y un día que decidió dormir conmigo lo sacaron a patadas en la madrugada y jamás volvió. Es que a los gatos no les gusta que los maltraten. Ellos son de la casa y no guardan fidelidad.
Cuando estábamos más grandes, quizá 12 años, adoptamos la gata de la Niña Mary. Era blanca con parches grises. Unos bigotes seductoramente largos, hermosos. Su naricita rosa se metía entre las costillas de uno cuando quería una caricia. Estuvo con nosotros un rato... Digo, llegaba, comía, se quedaba un par de horas y se iba, como algunos hacen con la amante. Porque la gatita no era nuestra tampoco. Un día quisimos darle un baño, salió huyendo despavorida... y tampoco volvió.
Puede inferir, amigo lector, que este es un deseo estúpido y escuálido en comparación con querer un automóvil. Pues yo carro no quiero. Quiero un gato. Puede creer también que es una niñería... pero ¿acaso no lo es también querer el último teléfono de moda?
Ahora, emancipada y con la vida puesta (tengo una cafetera y un horno, también un hombre amable que duerme en la habitación del fondo y me lee antes de dormir), por qué pues no tengo un gato. Es una cuestión dura esta.
Vivo en un segundo piso y no tengo patio.
Tener un gato supone que el modelo económico que por años hemos tenido deje de estrangularnos y nos deje por fin tener una casa con patio. Supone que la cultura vecinal no me mate al animal con matarrata o vidrios revueltos con carne. Supone que pueda dejar una ventana abierta para que el gato entre y salga a sus anchas sin que un día halle la casa saqueada... Supone que los carros no lo hagan alfombra si este quisiese ver a sus vecinos del otro lado...
Tener un gato es complicado.
Tener un gato es tener la vida salvaje en casa... y la crisis habitacional está ahorcándome porque estas ofertas de casas nuevas están espeluznantes. Tener un gato es tener una casa que el gato quiera, porque los gatos son de la casa, no de uno.
¿Que para qué lo quiero? Para ponerle nombres raros, para hablar con él y escribir de él. Para hacer cuentos que giren en torno a su maravillosa personalidad, para ser snob también y ser parte de esa manía de escritores locos por los gatos... para contemplar la maravilla de la vida que camina y salta ventanas... Para que se coma los ratones que no tengo, para tener de qué hablar con la gente que no quiero... Para tener fotos cursis... ¡Qué se yo!
Soy una treintona que sueña cosas imposibles: un lugar propio y así ofrendar una vida aristócrata a un animal noble para que me ame.
Jamás he tenido un gato.
En serio. Venero a esas criaturas salvajes, pero nunca he nombrado uno. Y por lo pronto no sé si me llegará a pasar esa felicidad que supone que un gato se me arrime mientras leo sandeces. Sueño con el día en el que llegue a casa y esa cosa peluda haya rasguñado mis sillones, o que dé de maullidos mientras le digo que le compré camarones. Sueño con poder ponerle un nombre snob de algún escritor que me guste.
A los veintitantos mi madre ya tenía parentela y casa. Yo ni uno ni lo otro. La aparente bonanza económica que supone ser una muchacha estudiada se diluye en la compra de víveres en un supermercado de cadena internacional. Hay quienes tienen gatos en apartamentos. Mi antigua casera me dijo que podía tener uno, pero que lo tuviera encerrado. ¿Encerrado? ¿Un gato puede estar encerrado? No, eso no pasa.
Con mi antigua compañera casi tuvimos uno, pero hacía ruido en el techo de los vecinos del piso de abajo cuando la condenada se escapaba a pasear. Pero esa no era mi gata, era de ella... prestada por la Chera, quien goza ahora del frío chileno.
En fin. A los nueve años casi tuve uno. Mi abuela Catalina, mi hermano y yo lo llamamos Beto. Era negro y ojos amarillos. La belleza personificada. Pero tuvimos casa chica y se escapó, porque tampoco era nuestro. Beto era un intruso que nos amaba y le gustaba jugar con nosotros. Y un día que decidió dormir conmigo lo sacaron a patadas en la madrugada y jamás volvió. Es que a los gatos no les gusta que los maltraten. Ellos son de la casa y no guardan fidelidad.
Cuando estábamos más grandes, quizá 12 años, adoptamos la gata de la Niña Mary. Era blanca con parches grises. Unos bigotes seductoramente largos, hermosos. Su naricita rosa se metía entre las costillas de uno cuando quería una caricia. Estuvo con nosotros un rato... Digo, llegaba, comía, se quedaba un par de horas y se iba, como algunos hacen con la amante. Porque la gatita no era nuestra tampoco. Un día quisimos darle un baño, salió huyendo despavorida... y tampoco volvió.
Puede inferir, amigo lector, que este es un deseo estúpido y escuálido en comparación con querer un automóvil. Pues yo carro no quiero. Quiero un gato. Puede creer también que es una niñería... pero ¿acaso no lo es también querer el último teléfono de moda?
Ahora, emancipada y con la vida puesta (tengo una cafetera y un horno, también un hombre amable que duerme en la habitación del fondo y me lee antes de dormir), por qué pues no tengo un gato. Es una cuestión dura esta.
Vivo en un segundo piso y no tengo patio.
Tener un gato supone que el modelo económico que por años hemos tenido deje de estrangularnos y nos deje por fin tener una casa con patio. Supone que la cultura vecinal no me mate al animal con matarrata o vidrios revueltos con carne. Supone que pueda dejar una ventana abierta para que el gato entre y salga a sus anchas sin que un día halle la casa saqueada... Supone que los carros no lo hagan alfombra si este quisiese ver a sus vecinos del otro lado...
Tener un gato es complicado.
Tener un gato es tener la vida salvaje en casa... y la crisis habitacional está ahorcándome porque estas ofertas de casas nuevas están espeluznantes. Tener un gato es tener una casa que el gato quiera, porque los gatos son de la casa, no de uno.
¿Que para qué lo quiero? Para ponerle nombres raros, para hablar con él y escribir de él. Para hacer cuentos que giren en torno a su maravillosa personalidad, para ser snob también y ser parte de esa manía de escritores locos por los gatos... para contemplar la maravilla de la vida que camina y salta ventanas... Para que se coma los ratones que no tengo, para tener de qué hablar con la gente que no quiero... Para tener fotos cursis... ¡Qué se yo!
Soy una treintona que sueña cosas imposibles: un lugar propio y así ofrendar una vida aristócrata a un animal noble para que me ame.
Comentarios
1. La Nena <3 Me rompió el corazón cuando la echaron por los vecinos, me rompe el corazón perpetuamente no saber qué fue de ella después de eso.
2. Suena anti-natura pero los gatos son bien "indoor". Mis dos cheros no salen al exterior, que les ahorra muchos riesgos, e igual gozan la vida. Los gatos y las libreras se llevan bien, y compré una que es como escalera, para deleite suyo y mío. Juguetes (y camas y cajas y libreras), un tantito de espacio, un rascador y una caja de arena, y tenés gatos felices. Y posiblemente más longevos.
3. Me siento muy identificada con tu frustración, pero en mi versión: no puedo tener perro. Es risible, en mis condiciones actuales de vida me sale más fácil tener un hijo que un perro. Me desespera pensar en todos los años que me faltan para lograr las condiciones idóneas para tener un perro propio.