Desde
hace días tengo algo con esto atravesado. Tengo un dolor terrible y para
sacármelo, lo cuento. Viajaba un día con una persona muy cercana a mí (y el
gran dolor que me causa es precisamente lo tan cercanos que somos). Íbamos hacia
uno de estos viajes llenos de gente en el carro e íbamos con su hijo. De manera
casual le decía esos comentarios “cariñosos”. Cosas como “Hey, gordo, pasame
tal cosa”, “Ay, pero qué atarantado sos”. Cosas como esas que decimos cuando
los niños se equivocan porque, casi siempre, les dimos mal las indicaciones o
las decimos con mucha prisa.
Cuando
llegamos al otro sitio con otra familia donde compartimos un pastel, charla y café, uno de los
niños de la casa que visitábamos tiene un problema con un pie. Nació con
malformación. O sea, el niño patojea al caminar y correr. Fue cuando ese niño
venía corriendo que esta persona tan cercana a mí dijo en modo jocoso: “¡Ehhh!,
ahí viene el patojo”. Lo dijo alegre, lo dijo, y eso lo sé, “sin querer” hacer daño.
Pero es que el problema preciso es que hace daño.
Como pude
le miré con reproche y murmuré "No hagás eso". Y no es la primera vez que discutimos por cosas como
esas. En innumerables ocasiones nos hemos enfrentado por esa falta de
sensibilidad que le digo que tiene. Los “hombres somos así” me ha contestado. Y
estoy ya cansada y al borde de que los adultos sigamos sintiéndonos superiores.
De que justifiquemos el dolor que causamos en el otro. De que creamos que
decirle a los niños y niñas “gordo”, “chele”, “colocha”, “pecosita” es cariñoso.
Ya montones de gentes han hablado del acoso, de que daña ofender. ¿Por qué no
les decimos llamamos a los niños por su nombre?
No se
trata de posicionarnos sobre posturas “perfectas” o que “somos exigentes”.
(Porque también ya me ha cuestionado de que por qué soy como soy, que “por qué
soy tan exigente con todo”. Ya eso lo arreglo yo en estos días que vaya a
terapia). Se trata de que debemos respetar el derecho del otro.
El año
pasado trabajé en una bellísima academia de niños y jóvenes sobresalientes. Entre
las actividades extracurriculares, organizamos la presentación la obra de
teatro titulada “5”, de Rosario Ríos, que habla abiertamente del bullying. Al
final, los niños que fueron público lloraron, algunos dijeron lo tristes que
estaban porque en su escuela los discriminaban, porque les decían cosas
horribles... Y las profesoras estábamos ahí, paradas, viendo cómo se
desmoronaban nuestros “niños felices”. Una sesión dura, pero que ayudó a
ponerle nombre a algo aberrante como son nuestras bromas y comentarios que al
final muestran la falta de empatía y amabilidad que tenemos.
Si mi
persona tan cercana a mí está por acá leyendo esto, solo quiero decirle que le
amo. Que le amo profundamente, pero que no puedo y no debemos como personas que
somos seguir perpetuando acciones así, no podemos ofender a los niños y
justificar que es una “bromita”, que “así nos llevamos”.
Todos los
días muchas instituciones gastan miles de dólares en campañas de conciencia
para erradicar el acoso de todo tipo. Miles de profesores tenemos que
entrenarnos para ser árbitros, incluso en universidades de mucha plata porque eso jamás ha justificado la falta de eduación, para
que los estudiantes traten con respeto al otro colega, al más lento, al que
habla raro, al que tiene una beca y viene con su uniforme de mesero
al aula.
Así como
los nutricionistas recomiendan que llevemos un diario de comida para que
evaluemos la cantidad de basura que nos metemos dentro, también deberíamos
llevar un diario de abusos que cometemos. Sí, un diario negro que nos recuerde cuán
crueles podemos ser sin querer serlo.
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