Desde ayer tengo un dolor terrible. Ya ha pasado antes, lo extraño es que no me había pasado hasta ahora. Es un dolor que me visita cada tanto y que su función primordial es recordarme que no soy de palo, que ya estuvo buena la fiesta y que un día me voy a morir. Pero no me voy a morir de esto, no no, me voy a morir de cualquier enfermedad hereditaria que colapse mis células, me voy a morir en un accidente de bus, quizá, o por cruzarme una calle sin mirar. Baleada, eso sí que no. De eso no me muero.
Este dolor ha aparecido ahora, justo ahora que se supone que puedo descansar. Porque he estado en casa igual que todos, pero no precisamente descansando, como me pregunta mi casero cada vez que me ve regando las plantas mientras yo le hago una mueca y entorno los ojos. Este dolor solo viene a recordarme que a todos nos duele. Duele estar así, duele la conciencia, el corazón, la pura gana de estar afuera.
Duele quedarse dentro. Se me han desmoronado los sueños de un espectáculo teatral que llevo atravesado en el alma. Estábamos puliendo cositas aquí y allá. Duele mirarse en la cartelera y luego todo se ha ido a la mierda. Fin. He ahí mi dolor profundo y egoísta. Pero este dolor se extiende, me invade, me sofoca.
Duele, también, que la vecina, la mamá de la monja, se haya ido hasta bien lejos porque aquí en la ciudad esa señora se iba a palmar, seguramente, porque no hay nadie que la cuide. Duele escuchar desde la ventana a los nenes de los vecinos que no pueden salir, que están hasta el gorro de Mickey Mouse House y duele que la mamá del otro nene no tenga ni pizca de paciencia porque, madre mía, cómo llora esa criatura.
Duele también ver a los bichitos vestidos de milicos con sus fusiles bien agarrados. Porque esa parte del plan sí que resultó bien. ¿Y cómo no? Llevamos décadas y décadas con toques de queda unos años sí y otros no. ¿Cómo no iba a resultar bien meter al bote a cuanto desobediente se saliera del guacal? Duele ver a la cajera sofocada con su máscara tapabocas que seguramente ha estado usando desde hace una semana. Duele correr al supermercado y volver corriendo, y bañarse en desinfectante, y la paranoia de que si te han infectado.
Pero duele más mirar a los que no tienen nada. Porque ese cuento lo ha contado la humanidad miles de veces. Como hizo Moisés cuando abrió los silos de los templos del faraón y permitió que todos los esclavos tomaran canastos llenos de trigo así ha ocurrido ahora. Siguen siendo esclavos, siguen sin su tierra prometida y quizá no haya otro elegido que les lance tan siquiera migajas de pan como hacen las gentes en los parques. ¿Y después de esto, qué?
Las escenas de dolor son incesantes. Todos tenemos a alguien a quien llorar ahora. Alguien lejano o cercano está en una horrenda situación y es terrible este estado de emergencia constante. Porque los hijos de Paulo Coelho también quieren que hagamos movimiento social desde las redes sociales. Por los animalitos, por los viejitos y su cuarto, por los del albergue... ¿Dónde pusimos la solidaridad? ¿Qué fue de este ser que era uno solo?
Y aún así no debería quejarme de nada porque tengo una refrigeradora con un par de cosas para comer. Seguramente podría volverme una persona útil y llevar comida, salir y hacer voluntariado de alguna cosa, pero... Quiero pensar en lo que dijo Almudena Grandes días atrás en una, claro, videoconferencia: tampoco nos quejemos tanto, no la estamos pasando tan mal.
He dado casi todo lo que tenía estos últimos días. Casi no me queda nada. Adelante hay incertidumbre, mucha. Este dolor me ha recordado que haga una pausa.
No quiero escuchar las toneladas de mensajes baratos de felicidad, que todo va a estar bien. Quiero certidumbre, pero no lo hay. Hay días terribles, hay días espantosos y todos los estamos teniendo tarde o temprano. La rabia y el dolor son humanas y hay cierta belleza en ellas porque permiten la redención y la paz.
Hoy llevo un dolor terrible en mi cuerpo y no he encontrado manera de sacarlo. Lo saco de la misma manera en la que salen todos mis demonios: cuando escribo.
Hoy me duele la vida.
Este dolor ha aparecido ahora, justo ahora que se supone que puedo descansar. Porque he estado en casa igual que todos, pero no precisamente descansando, como me pregunta mi casero cada vez que me ve regando las plantas mientras yo le hago una mueca y entorno los ojos. Este dolor solo viene a recordarme que a todos nos duele. Duele estar así, duele la conciencia, el corazón, la pura gana de estar afuera.
Duele quedarse dentro. Se me han desmoronado los sueños de un espectáculo teatral que llevo atravesado en el alma. Estábamos puliendo cositas aquí y allá. Duele mirarse en la cartelera y luego todo se ha ido a la mierda. Fin. He ahí mi dolor profundo y egoísta. Pero este dolor se extiende, me invade, me sofoca.
Duele, también, que la vecina, la mamá de la monja, se haya ido hasta bien lejos porque aquí en la ciudad esa señora se iba a palmar, seguramente, porque no hay nadie que la cuide. Duele escuchar desde la ventana a los nenes de los vecinos que no pueden salir, que están hasta el gorro de Mickey Mouse House y duele que la mamá del otro nene no tenga ni pizca de paciencia porque, madre mía, cómo llora esa criatura.
Duele también ver a los bichitos vestidos de milicos con sus fusiles bien agarrados. Porque esa parte del plan sí que resultó bien. ¿Y cómo no? Llevamos décadas y décadas con toques de queda unos años sí y otros no. ¿Cómo no iba a resultar bien meter al bote a cuanto desobediente se saliera del guacal? Duele ver a la cajera sofocada con su máscara tapabocas que seguramente ha estado usando desde hace una semana. Duele correr al supermercado y volver corriendo, y bañarse en desinfectante, y la paranoia de que si te han infectado.
Pero duele más mirar a los que no tienen nada. Porque ese cuento lo ha contado la humanidad miles de veces. Como hizo Moisés cuando abrió los silos de los templos del faraón y permitió que todos los esclavos tomaran canastos llenos de trigo así ha ocurrido ahora. Siguen siendo esclavos, siguen sin su tierra prometida y quizá no haya otro elegido que les lance tan siquiera migajas de pan como hacen las gentes en los parques. ¿Y después de esto, qué?
Las escenas de dolor son incesantes. Todos tenemos a alguien a quien llorar ahora. Alguien lejano o cercano está en una horrenda situación y es terrible este estado de emergencia constante. Porque los hijos de Paulo Coelho también quieren que hagamos movimiento social desde las redes sociales. Por los animalitos, por los viejitos y su cuarto, por los del albergue... ¿Dónde pusimos la solidaridad? ¿Qué fue de este ser que era uno solo?
Y aún así no debería quejarme de nada porque tengo una refrigeradora con un par de cosas para comer. Seguramente podría volverme una persona útil y llevar comida, salir y hacer voluntariado de alguna cosa, pero... Quiero pensar en lo que dijo Almudena Grandes días atrás en una, claro, videoconferencia: tampoco nos quejemos tanto, no la estamos pasando tan mal.
He dado casi todo lo que tenía estos últimos días. Casi no me queda nada. Adelante hay incertidumbre, mucha. Este dolor me ha recordado que haga una pausa.
No quiero escuchar las toneladas de mensajes baratos de felicidad, que todo va a estar bien. Quiero certidumbre, pero no lo hay. Hay días terribles, hay días espantosos y todos los estamos teniendo tarde o temprano. La rabia y el dolor son humanas y hay cierta belleza en ellas porque permiten la redención y la paz.
Hoy llevo un dolor terrible en mi cuerpo y no he encontrado manera de sacarlo. Lo saco de la misma manera en la que salen todos mis demonios: cuando escribo.
Hoy me duele la vida.
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