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¡Bang, bang! ¡Pum, pum!

¡Booooom! Caen pedacitos de periódico. Se instaura la felicidad inmediata, estalla la alegría, abrazos de regocijo, gritos en las calles y el cielo coloreado de humo.
¡Slurp! ¡Ahhhh! Chipichipi, tac, tac, tac, chipichipi. Y luego de la algarabía de las fiestas, ¿silencio?

Tras la resaca nos sentamos bajo el dedo incólume de Cristóbal Colón, al lado de cuanto desocupado se halle en el graderío del Palacio Nacional en San Salvador. Contemplamos el caos. Ummm… A esta ciudad la gobierna el desastre.

Este amanecer tuvo que ser distinto… ¡hip! Todo más bello, ¡hip!, todo mucho más inmaculado, ¡hip! ¿Por qué no lo es? ¿Por qué todo sigue como si nada hubiera pasado? Tan inamovible, todo tan… ¡hip!

Charcas shucas, ayayayés atroces, humanos que hacen crack a huesos ajenos, muchachitos sin jajajás cultivados, lágrimas desparramadas en los callejones, tanto ruido y el dinero, ese bling bling que no nos alivia. No nos sana. 

 Quedémonos callados, mirémonos. Damos un poco de lástima, ¿por qué gritamos felices ante tan atroz ruido como si no fuesen suficientes esos bang, bang, bang que suman dieciséis lápidas diarias?

¡Ay pobres de nosotros! ¡Forjadores de cada vil detalle! Y si no lo somos, ¿contribuimos aunque sea un poco? La desidia... Tan poco hacem… Zzzz.
(Aunque quizá debamos disculparnos a nosotros mismos y admitir que la impotencia es poderosa. No nos dan herramientas. Tenemos mucho miedo.)

¿Qué puede pasar en un sitio en el que todo el año suenan estallidos que anuncian luto? En este país los bang bang boom significan dos cosas: que estamos contentos por las fiestas o que alguien murió. O quizá solo una: ¿alegrarse porque mataron a alguien?

Aquí pasa la vida, la efímera vida. Atribulaciones y congojas. Y debería ser distinto en este país al que otros llaman el de la sonrisa. Deberíamos dejar de estar tan jodidos para estar por fin solo contentos.

¿Qué vida es esta en la que persignarse al salir de casa es la certeza de que no se sabe si se regresará? (Santofuertesantosasasasantooo.)

Los señores de la Asamblea del Salón Azul nos miran con desdén: «¡Qué exagerados!, chis, ve, si a ellos les gusta estar así. Y no la gente se muere todos los días, pues». Entonces se rascan las barrigotas, se gritan como siempre, votan sin pensar y nada se resuelve.
¿A quién se le ocurrirá la brillante idea de que está mal que haya tanta arma en las manos de este indómito pueblo? ¿Quién en ese sitio dirá «¡huy!, hagamos algo, esta gente se está matando entre sí»?  Y quizá otro le conteste: «Cómo vasacrer, ¡si a todos nos gustan las pistolitas! ¡Muak, muak! Además, son para cuidarse de los malos, ¿no? »

Entre temerosos y ansiosos leemos en los periódicos las historias de esos que sonríen al recordar la estela de cruces que los escoltan. A nosotros solo nos queda estar pendientes de las noticias por si un nombre conocido asoma. Las secretarias de las alcaldías deben estar hartas de tanto llenar actas de defunción.

Tanto niño con su «bang, bang, perro» (quizá mutilando). Tanta niña con su «shh shh, chichí, duérmase» (quizá produciendo para próxima mutilación). ¿Cómo podemos ponerle freno a tanto desastre?

¡Desarmen ya este país, por piedad! ¡Que no ven que aquí hay demasiado horror! ¡Irresponsables!  ¡Insensatos!

¿Qué vamos a hacer? ¿Qué harán los de las leyes? ¿Van a dejar de gritarse y como novedad van a meditar? Toc, toc, toc, ¿alguien atiende la tienda?

¡Pum, pum, pum! ¡Baaaaaang! ¡Glup! Caen cuatro más… ¡Fiuuuuuf!, menos mal, hoy no fuimos nosotros.

Shhhhh,  que alguien calle tanto ruido, por favor.

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