Luego de una clase de Redacción con don Paco, aproveché y con una amiga nos acercamos a él. Ni si quiera recuerdo con quién estábamos cuando él le dijo que debíamos leer Virginia Woolf. Con el borrador en la mano explicó que en el libro Miss Dalowey lo que la Loba hacía era contar múltiples realidades a partir de un solo hecho. El borrador de pizarra era el momento en el que Clarissa salía a comprar flores y como quien tiene cámaras a lo largo de la calle, Virginia cuenta besos de amantes, cómo los carros atravisan las calles... el mercado. Todo lo que sucede en un instante.
Después de esa clasesita exprés, fui por los libros y me encontré con uno que parecía ser más o menos manejable: "Una habitación propia". Admito que en aquel entonces me costó leerlo un poco, quizá por la traducción o por la manera en la que es narrado, pero con todo y todo confieso que me fascinó. Lo que una mujer necesita para escribir es una habitación propia (pagada de su propia bolsa) en la que puedan fermentarse todos los fantasmas que la acechan, donde el caldo puesto en olla de presión pueda estallar con todas las implicaciones destructoras.
Desde chica jugaba a hacer casas con las sábanas que mi tía Yolanda me prestaba. En mi niñez tuve una casa abandonada que soñaba con volver habitable. Para mí era perfecta: tenía una entrada de tres gradas (inundada de maleza), una ventada que daba al camino bordeado por un árbo de acerola y un nance gigante y por supuesto, no tenía techo. Estaba llena de musgo, ladrillos rajados e inmundicia silvestre.
En cuanto pude, conseguí mi habitación propia.
Cuando me mudé de la casa de mi padre, ahora difunto, supuso idealmente para mí una dicha entera en la que podía echar a andar lo que soy en un espacio geográfico. Aunque dejar a mi viuda madre y salir de casa supuso un problema: los caseros cobran una barbaridad en un país tan destrozado como el mío. Soñar con una casa es cosa casi imposible. Que soy chica, que soy muy joven, que por fin tengo un sueldo que me permite irme, pero no en la medida de mis sueños... Lo mío es un sueño que esta puta ciudad me obliga a desechar.
Cuando mis padres compraron su casa era otra cosa y que Virginia en su ancestral Londres victoriano pudiera gozar su habitación propia se me sale de proporciones. Me toca tropicalizar ese sueño, porque es necesario. Porque la cobija no lo permite.
He conseguido para mí un sitio. Es una habitación diseñada para estudiantes, cocina compartida. Está bien para huir de la casa de los viejos, pero justo ahora comprendo que esa maldita vida clasista me persigue. Deseo irme de ese sitio porque no tiene ventanas. No puedo ver el cielo ni salir a leer a un balcón. Empiezo a odiarlo porque no puedo esconderme a mis anchas, no puedo cantar, ni gritar, ni reírme a carcajadas. No puedo ensayar mis monólogos ni estudiar mi torpe inglés haciendo karaoke de canciones deprimentes. Lo odio porque es un lugar demasiado pequeño. Además, no quiero escuchar a las vecinas y tampoco quiero vestirme para caminar en los pasillos...No, no es sitio en el que de verdad quiero estar.
(No, Virgnia, esto no está resultando tan bien.)
Tuve un amigo que estudiaba filosofía en la Universidad Nacional y estábamos un día con sus amigas en su apartamento. Era un edificio multifamiliar de la Zacamil. A mí, personalmente, me pareció fascinante. Incluso ahora, después de tantos años, son sitios que me gustan. Ahora viene para mí un gran problema. La ciudad está dividida en clases sociales, como en todo el mundo, y vivir en un sitio como ese me resulta imposible, no por lo que digan de él, si no porque tendría que atravesar toda la ciudad con un tráfico de muerte para llegar a mi trabajo y luego volver a casa y, oh, no, maldita educación mía... yo de verdad no quiero estar tanto tiempo de mi vida en esos buses. Uno, porque no puedo leer en el autobús, si fuera así, quizá no importaría; dos, van tan llenos que uno parece sardina.
Ahí está mi problema dicho. De verdad me siento un poco asqueda ahora que lo he confesado. Sé que miles de personas pasan por ese vía crucis a diario y yo: ¿acaso son tan especial que puedo evitarlo? El caso no es que se sea especial o no. El caso es que todo está hecho un desastre que da para rato decir que las rutas de buses son una mierda, que el diseño urbano y la circulación también, que todos en conjunto tenemos la culpa de que viajar en bus sea una desgracia constante, porque... es cierto, todos somos unos brutos cuando vamos en transporte colectivo.
Porque ni hablar de que se pueda vivir en una de esas modernas urbanizaciones que piden que se gane $5,000 mínimo al mes para ver si puedes ser candidato. ¿Por qué acá la mayoría de proyectos habitacionales están pensados para la maldita "clasemediez" y la "hight"? (como diría mi amiga Virginia). No, no, acá hay muchas cosas malas en este país.
Por eso no me mudo, por eso sigo en ese lugar pseudoesnob que me permite llegar en quince minutos al trabajo. Porque... sigo sin entender por qué diablos somos tan clasistas, por qué los lugares nos segregan unos de otros.
Como Virginia seguiré buscando mi habitación propia. Porque, y eso espero, quiero un lugar en el que pueda regar mis macetas colgadas en mi ventana.
Después de esa clasesita exprés, fui por los libros y me encontré con uno que parecía ser más o menos manejable: "Una habitación propia". Admito que en aquel entonces me costó leerlo un poco, quizá por la traducción o por la manera en la que es narrado, pero con todo y todo confieso que me fascinó. Lo que una mujer necesita para escribir es una habitación propia (pagada de su propia bolsa) en la que puedan fermentarse todos los fantasmas que la acechan, donde el caldo puesto en olla de presión pueda estallar con todas las implicaciones destructoras.
Desde chica jugaba a hacer casas con las sábanas que mi tía Yolanda me prestaba. En mi niñez tuve una casa abandonada que soñaba con volver habitable. Para mí era perfecta: tenía una entrada de tres gradas (inundada de maleza), una ventada que daba al camino bordeado por un árbo de acerola y un nance gigante y por supuesto, no tenía techo. Estaba llena de musgo, ladrillos rajados e inmundicia silvestre.
En cuanto pude, conseguí mi habitación propia.
Cuando me mudé de la casa de mi padre, ahora difunto, supuso idealmente para mí una dicha entera en la que podía echar a andar lo que soy en un espacio geográfico. Aunque dejar a mi viuda madre y salir de casa supuso un problema: los caseros cobran una barbaridad en un país tan destrozado como el mío. Soñar con una casa es cosa casi imposible. Que soy chica, que soy muy joven, que por fin tengo un sueldo que me permite irme, pero no en la medida de mis sueños... Lo mío es un sueño que esta puta ciudad me obliga a desechar.
Cuando mis padres compraron su casa era otra cosa y que Virginia en su ancestral Londres victoriano pudiera gozar su habitación propia se me sale de proporciones. Me toca tropicalizar ese sueño, porque es necesario. Porque la cobija no lo permite.
He conseguido para mí un sitio. Es una habitación diseñada para estudiantes, cocina compartida. Está bien para huir de la casa de los viejos, pero justo ahora comprendo que esa maldita vida clasista me persigue. Deseo irme de ese sitio porque no tiene ventanas. No puedo ver el cielo ni salir a leer a un balcón. Empiezo a odiarlo porque no puedo esconderme a mis anchas, no puedo cantar, ni gritar, ni reírme a carcajadas. No puedo ensayar mis monólogos ni estudiar mi torpe inglés haciendo karaoke de canciones deprimentes. Lo odio porque es un lugar demasiado pequeño. Además, no quiero escuchar a las vecinas y tampoco quiero vestirme para caminar en los pasillos...No, no es sitio en el que de verdad quiero estar.
(No, Virgnia, esto no está resultando tan bien.)
Tuve un amigo que estudiaba filosofía en la Universidad Nacional y estábamos un día con sus amigas en su apartamento. Era un edificio multifamiliar de la Zacamil. A mí, personalmente, me pareció fascinante. Incluso ahora, después de tantos años, son sitios que me gustan. Ahora viene para mí un gran problema. La ciudad está dividida en clases sociales, como en todo el mundo, y vivir en un sitio como ese me resulta imposible, no por lo que digan de él, si no porque tendría que atravesar toda la ciudad con un tráfico de muerte para llegar a mi trabajo y luego volver a casa y, oh, no, maldita educación mía... yo de verdad no quiero estar tanto tiempo de mi vida en esos buses. Uno, porque no puedo leer en el autobús, si fuera así, quizá no importaría; dos, van tan llenos que uno parece sardina.
Ahí está mi problema dicho. De verdad me siento un poco asqueda ahora que lo he confesado. Sé que miles de personas pasan por ese vía crucis a diario y yo: ¿acaso son tan especial que puedo evitarlo? El caso no es que se sea especial o no. El caso es que todo está hecho un desastre que da para rato decir que las rutas de buses son una mierda, que el diseño urbano y la circulación también, que todos en conjunto tenemos la culpa de que viajar en bus sea una desgracia constante, porque... es cierto, todos somos unos brutos cuando vamos en transporte colectivo.
Porque ni hablar de que se pueda vivir en una de esas modernas urbanizaciones que piden que se gane $5,000 mínimo al mes para ver si puedes ser candidato. ¿Por qué acá la mayoría de proyectos habitacionales están pensados para la maldita "clasemediez" y la "hight"? (como diría mi amiga Virginia). No, no, acá hay muchas cosas malas en este país.
Por eso no me mudo, por eso sigo en ese lugar pseudoesnob que me permite llegar en quince minutos al trabajo. Porque... sigo sin entender por qué diablos somos tan clasistas, por qué los lugares nos segregan unos de otros.
Como Virginia seguiré buscando mi habitación propia. Porque, y eso espero, quiero un lugar en el que pueda regar mis macetas colgadas en mi ventana.
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