Es de tarde y hace calor. Me bajo de un ruidoso autobús y camino rápido para alcanzar la acera. Pienso en que ojalá un día alguien compre ese terreno baldío que está frente a la quebrada. Pienso, mientras atravieso esos cuarenta metros de camino de tierra, piedra y hierba seca, en que ojalá una empresa arregle esa (maldita) calle que me incomoda pasar. Me digo: deben arreglar el camino. Si es una calle "comercial" debería estar bien. ¿A quién le toca arreglar ese pedazo de tierra, volverlo asfalto, adoquín o cemento? ¿Por qué nadie ha hecho nada? ¿Por qué tanto abandono?
La calle tiene desniveles provocados por las piedras grandes que sobresalen entre ese fino y blanquecino polvo. Es como un pequeño abismo entre límites de asfalto y cemento. Es una tierra antigua que quizá tardó miles de años en llegar a ser eso que se pega en mis zapatos y sacudo con algo de rabia.
Las piedras que sobresalen del camino no me dejan correr. Toda mi atención se centra en ellas, mi cuerpo está alerta a los pasos que doy. No son piedras redondas, son de esas puntiagudas que se incrustan en las sandalias, tenis y tacones. Son negras, grises profundo, son pedazos de casa que fueron a parar ahí no sé cómo.
De pronto la voz de mi madre se asoma y la escucho. Cuenta historias de cuando volver vivo de San Salvador era tocar la gloria. Recuerdo su risa fácil y la imagen de un hombre flaco de cabello afro que la deja ir en un bus, mientras él toma el otro porque viven lejos. Pienso en ellos dos, los que años más tarde serán mis padres. Recuerdo cómo ella me cuenta que de noche, sin luz, atravesaba calles de piedra, y a veces bajo grandes correntadas. Pienso en cómo se siente pisar las veredas, las piedras, el lodo, centro mi mirada interior en sus puntiagudos tacones, en sus sandalias a gogó, en sus faldas plisadas. Mi madre corriendo en el camino de piedra para llegar a casa; y que por lo menos en ese ayer nunca la alcanzó una ráfaga de balas.
El mostacho de mi padre baila ante mí, me cuenta cómo cortaban allá, cómo es caminar entre la tierra y que las pestañas le queden a uno blancas después de que ha pasado un camión que lleva sacos de café. Y están él y Adán Pineda, el jockey, el abuelo que se acaba de morir, están entre la tierra y solo se apartan mientras unos hombres chabacanes los ven envolverse en una inmensa nube de polvo.
Catalina mueve sus cortas y ágiles piernas. Sobre la cabeza lleva un cesto inmenso en el que logro distinguir pipianes, güisquiles, guineos y ejotes. La voz de mi madre de nuevo me dice cómo la Catalina, mi abuela, subía y bajaba calles empedradas, cómo las sandalias se le llenaban de ese polvo que me sacudo con un puchero estúpido. Pienso en que Nerón y Chispas duermen ahí, en que se estiran en la tierra y la rascan cuando tienen calor. Veo sus patas llenas de lodo, nunca se quejan.
¡Ay, Catalina! ¡Ay, madrecita! ¡Cuánto polvo en sus pies!
Cuando llego a mi oficina el pulcrísimo piso de cerámica me cega. Es tan pulido que puedo ver cómo el sol se refleja y rebota en mi cara. Subo mi mano como queriendo evitarlo. Los arquitectos que rondan esos pasillos han dicho innumerables veces que quizá fue la tontería más grande del diseño. ¿Cerámica en un piso exterior que se inunda cuando llueve? (Yo temo quedar parapléjica si algún día me caigo en ese pasillo en el que jamás hay polvo.)
Cuando regrese a casa volveré a pasar sobre esa calle. Quizá me queje de nuevo, quizá mi conciencia piense en que es mejor que ese pedazo de tierra siga así, ancestral. Talvez piense en que me recuerda de dónde vengo, un manera minúscula de recordar cómo las mujeres de mi familia caminaban antes, cuando había que tener cuidado, cuando las piedras asomaban.
Hoy que todo está tan fuera de sí... No lo sé, quizá cuando finalmente reparen ese pedazo de calle me olvide de todo este razonamiento. Quizá intente traer a mi memoria cómo era antes. Porque cuando erigen un nuevo edificio mis perezosas conexiones mentales son incapaces de recordar el antes. Me falta memoria. Pero por hoy padeceré las piedras. Sí, está bien que sigan ahí, incomodándome.
Las piedras que sobresalen del camino no me dejan correr. Toda mi atención se centra en ellas, mi cuerpo está alerta a los pasos que doy. No son piedras redondas, son de esas puntiagudas que se incrustan en las sandalias, tenis y tacones. Son negras, grises profundo, son pedazos de casa que fueron a parar ahí no sé cómo.
De pronto la voz de mi madre se asoma y la escucho. Cuenta historias de cuando volver vivo de San Salvador era tocar la gloria. Recuerdo su risa fácil y la imagen de un hombre flaco de cabello afro que la deja ir en un bus, mientras él toma el otro porque viven lejos. Pienso en ellos dos, los que años más tarde serán mis padres. Recuerdo cómo ella me cuenta que de noche, sin luz, atravesaba calles de piedra, y a veces bajo grandes correntadas. Pienso en cómo se siente pisar las veredas, las piedras, el lodo, centro mi mirada interior en sus puntiagudos tacones, en sus sandalias a gogó, en sus faldas plisadas. Mi madre corriendo en el camino de piedra para llegar a casa; y que por lo menos en ese ayer nunca la alcanzó una ráfaga de balas.
El mostacho de mi padre baila ante mí, me cuenta cómo cortaban allá, cómo es caminar entre la tierra y que las pestañas le queden a uno blancas después de que ha pasado un camión que lleva sacos de café. Y están él y Adán Pineda, el jockey, el abuelo que se acaba de morir, están entre la tierra y solo se apartan mientras unos hombres chabacanes los ven envolverse en una inmensa nube de polvo.
Catalina mueve sus cortas y ágiles piernas. Sobre la cabeza lleva un cesto inmenso en el que logro distinguir pipianes, güisquiles, guineos y ejotes. La voz de mi madre de nuevo me dice cómo la Catalina, mi abuela, subía y bajaba calles empedradas, cómo las sandalias se le llenaban de ese polvo que me sacudo con un puchero estúpido. Pienso en que Nerón y Chispas duermen ahí, en que se estiran en la tierra y la rascan cuando tienen calor. Veo sus patas llenas de lodo, nunca se quejan.
¡Ay, Catalina! ¡Ay, madrecita! ¡Cuánto polvo en sus pies!
Cuando llego a mi oficina el pulcrísimo piso de cerámica me cega. Es tan pulido que puedo ver cómo el sol se refleja y rebota en mi cara. Subo mi mano como queriendo evitarlo. Los arquitectos que rondan esos pasillos han dicho innumerables veces que quizá fue la tontería más grande del diseño. ¿Cerámica en un piso exterior que se inunda cuando llueve? (Yo temo quedar parapléjica si algún día me caigo en ese pasillo en el que jamás hay polvo.)
Cuando regrese a casa volveré a pasar sobre esa calle. Quizá me queje de nuevo, quizá mi conciencia piense en que es mejor que ese pedazo de tierra siga así, ancestral. Talvez piense en que me recuerda de dónde vengo, un manera minúscula de recordar cómo las mujeres de mi familia caminaban antes, cuando había que tener cuidado, cuando las piedras asomaban.
Hoy que todo está tan fuera de sí... No lo sé, quizá cuando finalmente reparen ese pedazo de calle me olvide de todo este razonamiento. Quizá intente traer a mi memoria cómo era antes. Porque cuando erigen un nuevo edificio mis perezosas conexiones mentales son incapaces de recordar el antes. Me falta memoria. Pero por hoy padeceré las piedras. Sí, está bien que sigan ahí, incomodándome.
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