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Irse y volver

Empecé a irme cuando un día le dije a mi papá que quería estudiar noséqué y que iba a ser en el extranjero. No me fui. Él respiró con alivio. Me fui varias veces a visitar gente a otros sitios porque tenía una necesidad de estar allá, lejos. Me fui a Armenia, me fui a Cojutepeque, me fui Santa Ana, me fui a Chalatenango, me fui a Honduras, Guatemala... Perú. Siempre quería estar allá, haciendo todo lo que acá no se podía hacer.

El visitante y el balcón. 
Me fui también cuando entré a estudiar en esa universidad en la que hace más de veinte años los militares mataron a sus mentores, sus guías, sus sacerdotes. Y me fui bien lejos porque empecé a hallarme a mí misma, porque entendí, digo yo, muchas cosas. Había gente como yo, había una vida que jamás (ni ahora) quise que se acabara.

Cuando me fui esa vez había muchos conmigo. Y siguen ahí porque irse para ellos también era necesario. Teníamos que crecer, dijeron nuestros maestros. Nosotros les creímos. Años más tarde cada quien ha tomado diversos caminos. Hoy habemos pocos, es que no siempre nos gustó cómo los otros se iban, tiranos que somos, porque les dijimos que con él no, que con ella no, que eran mala vida y no nos escucharon. Somos unas malas personas por dirigir a los otros. Hemos aprendido también a dejar ir.

Me fui de nuevo cuando me llamaron de ese trabajo. Yo estaba asustada (como siempre estoy cuando me enfrento a algo que aún no sé si podré hacer) y le llamé a mi papá para que me orientara si debía tomar ese empleo. Él dijo que sí, que cuál miedo, que yo era cachimbona*. Entonces me fui. Y fui feliz por un tiempo, con gente que era como yo. Con gente que era como yo quería ser. Gente que leía y se enfurecía por una coma mal puesta. Yo no era una enferma. Lo acababa de descubrir.

Volví cuando luego de varios años ese trabajo en el periódico me estaba matando el alma. Ese día mientras sacábamos un pasaporte le pedí su opinión a mi mamá sobre si renunciaba. Contestó que nadie me estaba echando de la casa, que viera cómo pagaba mis deudas, mi aporte y ya estaba. Así hicimos. Renuncié, me quedé con trabajos chiquitos que pagaban mis recibos y volví a casa, por decirlo de algún modo. Había tomado una buena decisión.

Mi madre y su paciencia me daban un respiro. Me dejaron comer sus almuerzos, esos sin los que no puedo vivir porque acomodan mi vida, porque me permiten mirarla y platicar. Comer en casa, porque siempre me gusta regresar y ver cómo mi hermano menor y su perro corren en tropel. Y cómo me hermano mayor contaba sus peripecias.

Volver es necesario. Volver es mirar atrás y decir: ¿Yo caminé todo esto?

Me fui cuando la plata de otro empleo me dejó cumplir mi sueño desde que tenía 16 años. Viví sola un rato. Me mudé aquí y allá. Tuve un balcón, tuve plantas y las quise mucho. Tuve una sala y reuní a mis amigas a ver películas, a hablar de cine, teatro, la vida. Tuve una cocina mía y solo mía. Tuve que comprar una refrigeradora chiquita. Compré vasos y tazas. Compré cortinas. Era toda una adulta. Había cumplido con todo lo de mi lista.

Ahora vuelvo de nuevo. Dejo mi apartamento y vuelvo a esta casa en la que escribo que irse es necesario y volver también. Vuelvo a un anhelo profundo, vuelvo y me quedo en esta casa. He dejado de buscar desde hace mucho porque he hallado a ese alguien con quien puedo construir/hacer/crear cosas/ideas/proyectos. Ese era mi requisito.

En el cuarto del fondo hay un hombre paciente que aún sigue dormido. En los próximos días llenaremos con libros cajas y cajas, moveremos muebles, camas, armarios, televisores... Una huida de objetos y tendremos un reacomodo de vida...

Irse y volver siempre es necesario. Se llama crecer, diría mi viejo desde allá en las alturas y el Colocho lo secundaría.


*Buena para algo. Diestra.

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