Esta entrada no sería nada sin el detonante de miss Virginia Lemus y su Boliqueso belicoso, que he leído con tanto estusiasmo esta mañana y tarde, como quien tiene dos buenos tiempos de comida.
Resulta que miss Lemus se fue el sábado a ver Calle 13 en el extrañamente ilustre estadio Flor Blanca (me rehúso a llamarlo como un futbolista bolo que solamente tuvo un par de temporadas buenas en el Cádiz). Yo, por qué he de ocultarlo, ni siquiera contemplé ir a ese asunto. Primero, porque ya tenía compromiso (viajecito al Festival de Jazz); segundo, porque las aglomeraciones entusiastas pseudoizquierdistas me dan pánico (de aburrimiento); tercero, porque la mejor canción que tienen no la iban a cantar porque les faltaba Rubén Blades y sí, también lo admitiré, porque a mí esa música semiurbana con pretenciones de ser una revuelta de los de abajo no me parece honesta.
Con la decisión tomada, vi con algo parecido a un puchero de "Ayyy, qué gente más cirquera" los esfuerzos de medio mundo por comprar frijoles y arroz en las multinacionales o tienditas de niñas Maries bajo la sombrilla de "Miren qué generosos somos".
Ese contexto fue propicio para que nosotros, Mr. B. y yo, nos fuéramos a Suchitoto, porque lo que íbamos a degustar era jazz. (Lo sabemos, somos snob.)
¿Por qué dejar de lado mi marginalidad por un espectáculo de masas? Jamás.
Mr. B.condujo hasta Sichitoto y entre pláticas de por qué todos los políticos están usando estrategias tipo Wil Salgado para comprar los votos de sus electores (show de populismo, parques bicentenarios que se llaman los Pericos, aperturas de parques que nadie usa en las fuentes Bethoven y el desprecio de Norman Q. por restaurar el barrio de la San Luis, falta de listeza de ese maitro) nos sumergimos en la calle que nos lleva a San Martín.
Cuando llegamos, lo que se ve de ese sitio no solo es la perdición, sino su potencial de ser criadero de malandrines: ¿porque quién no va a estar mal en sociedad viviendo en total hacinemiento, pobreza y demás factores?
Dejamos San Martín y tomamos la calle que está llena de curvas y caballos amarrados en la ladera. A Suchitoto lo recordamos porque de entre tanta calaña es un pueblo en el que uno puede ir y caminar. También lo recordamos por los festivales culturales y realmente es el pegue. Ahora añado una variante que mi amiga Virginia tocó: "No importa el estrato social ni la ideología, a un salvadoreño póngale cumbia y ya se lo echó a la bolsa". Es cierto, a lo que Mr. B y yo íbamos no era un espectáculo de masas, porque el jazz, mi estimado lector, no es algo que a medio mundo le gusta y esto lo digo con un puchero, no como una victoria clasista. Y como no era cumbión, había poquísima gente.
Es una lástima total que hasta en la música la cosa sea segregante. A mí también me desprecian porque no tengo apego a esas cuestiones populares (ya les dije que la gente nos dice snob, pero cómo no, también comemos frijoles en sopa con cuajada).
El asunto es que dentro de ese festival pasaron varias cosas inusuales. Cuando llegamos al pueblo y el diluvio nos atacó, entramos a la oficina de turismo, que sorpresivamente estaba abierta. Con Mr. B hemos ido a infinidad de pueblos y ¡Oh, sorpresa!, las oficinas turísticas siempre de los siempres están cerradas. Y luego los funcionarios se preguntan por qué diablos el sector turismo no despunta. ¡Eh, doños, revisen sus planillas!
En la oficina, la señora que nos atendió (porque sí nos atendió) fue sonriente y nos resolvió la vida. Nos dio mapas, nos avisó qué hoteles estaban disponibles y hasta nos explicó cómo los lancheros del Suchitlán explotan al turista y cómo no se han organizado para dar un buen paseo (lo comprobamos, no soltamos los $20 por la vuelta). Nos dio el numerito del hotelito y tarán: ¡ya teníamos reservación!
¡Epaaaa! ¡Una oficina del gobierno que trabaja! ¡Eso es espectacular! Hay cambio, nos dijimos. Pero no todo es miel en hojuelas.
Antes del espectáculo, fuimos a comer pupusas y eso fue culpa mía. Mr. B, muy atento, sugirió pizza, pero mi necio paladar quería pupusas, así que en los portales, esquina contigua a Casa de la Abuela, nos metimos quizá en la pupusería más terrible de todo el mundo.
El servicio es comparable a la amabilidad que tienen los cobradores del microbús de la 42 y no exageramos.
Nos sentamos, y luego de que las meseras-pupuseras nos ignoraran como si no fuésemos a pagarles, consiguimos, con grititos y señales infantiles, que nos hicieran caso. Las tipas eran groseras que hasta te hacían sentir como un cipotío regañado.
Pedimos: dos de frijol con queso y dos revueltas y una de queso, de tomar chocolate y Coca. Pedido a Chica 1. Que no hay Coca, ni modo, la Pepsi chafa. Minutos más tarde: Chica1, ¿qué dijo que iba a tomar? Coca y chocolate. (y esta no tiene en sus manos una libretita... ¡que la use!)
Segundos después: Chica 2: ¿qué les sirvo?: chocolate y (...), Mr. que ya estaba bien incómodo, ¡PEPSI! La muchacha salió corriendo. Luego la Chica 1 volvió con un chocolate y un café en lugar de la Pepsi de Mr. B. Él le dijo: yo pedí un gaseosa... Pero es que no me dijo, respondió la Chica 1, la misma a la que le habíamos dicho varias veces que trajera la maldita Pepsi porque no había Coca. Luego la Chica 2 regresó con la Pepsi y luego de eso medio llegaba y nos ignoraba de a galán.
Luego, una familia grande, de esas que joden y son ruidosas, se movía para un lado y el otro con la mesa de al lado. Como resultado las pupusas no estaban del todo mal hasta que pedimos la cuenta: Dice la Chica 1: mire, y cuántas se comieron. Yo, que no tengo paciencia para las ineptitudes, le dije entre una carcajada grosera que yo ¡no sabía ni cuántas me había hartado (le dije comido, no soy tan grosera), que le fuera a preguntar a la otra!
Fin del cuento, si va a Suchi, jamás coma en ese sitio.
Luego de eso, agarramos camino y nos fuimos al parque San Martín para el Festival de Jazz.
Resulta que miss Lemus se fue el sábado a ver Calle 13 en el extrañamente ilustre estadio Flor Blanca (me rehúso a llamarlo como un futbolista bolo que solamente tuvo un par de temporadas buenas en el Cádiz). Yo, por qué he de ocultarlo, ni siquiera contemplé ir a ese asunto. Primero, porque ya tenía compromiso (viajecito al Festival de Jazz); segundo, porque las aglomeraciones entusiastas pseudoizquierdistas me dan pánico (de aburrimiento); tercero, porque la mejor canción que tienen no la iban a cantar porque les faltaba Rubén Blades y sí, también lo admitiré, porque a mí esa música semiurbana con pretenciones de ser una revuelta de los de abajo no me parece honesta.
Con la decisión tomada, vi con algo parecido a un puchero de "Ayyy, qué gente más cirquera" los esfuerzos de medio mundo por comprar frijoles y arroz en las multinacionales o tienditas de niñas Maries bajo la sombrilla de "Miren qué generosos somos".
Ese contexto fue propicio para que nosotros, Mr. B. y yo, nos fuéramos a Suchitoto, porque lo que íbamos a degustar era jazz. (Lo sabemos, somos snob.)
¿Por qué dejar de lado mi marginalidad por un espectáculo de masas? Jamás.
Mr. B.condujo hasta Sichitoto y entre pláticas de por qué todos los políticos están usando estrategias tipo Wil Salgado para comprar los votos de sus electores (show de populismo, parques bicentenarios que se llaman los Pericos, aperturas de parques que nadie usa en las fuentes Bethoven y el desprecio de Norman Q. por restaurar el barrio de la San Luis, falta de listeza de ese maitro) nos sumergimos en la calle que nos lleva a San Martín.
Cuando llegamos, lo que se ve de ese sitio no solo es la perdición, sino su potencial de ser criadero de malandrines: ¿porque quién no va a estar mal en sociedad viviendo en total hacinemiento, pobreza y demás factores?
Dejamos San Martín y tomamos la calle que está llena de curvas y caballos amarrados en la ladera. A Suchitoto lo recordamos porque de entre tanta calaña es un pueblo en el que uno puede ir y caminar. También lo recordamos por los festivales culturales y realmente es el pegue. Ahora añado una variante que mi amiga Virginia tocó: "No importa el estrato social ni la ideología, a un salvadoreño póngale cumbia y ya se lo echó a la bolsa". Es cierto, a lo que Mr. B y yo íbamos no era un espectáculo de masas, porque el jazz, mi estimado lector, no es algo que a medio mundo le gusta y esto lo digo con un puchero, no como una victoria clasista. Y como no era cumbión, había poquísima gente.
Es una lástima total que hasta en la música la cosa sea segregante. A mí también me desprecian porque no tengo apego a esas cuestiones populares (ya les dije que la gente nos dice snob, pero cómo no, también comemos frijoles en sopa con cuajada).
El asunto es que dentro de ese festival pasaron varias cosas inusuales. Cuando llegamos al pueblo y el diluvio nos atacó, entramos a la oficina de turismo, que sorpresivamente estaba abierta. Con Mr. B hemos ido a infinidad de pueblos y ¡Oh, sorpresa!, las oficinas turísticas siempre de los siempres están cerradas. Y luego los funcionarios se preguntan por qué diablos el sector turismo no despunta. ¡Eh, doños, revisen sus planillas!
En la oficina, la señora que nos atendió (porque sí nos atendió) fue sonriente y nos resolvió la vida. Nos dio mapas, nos avisó qué hoteles estaban disponibles y hasta nos explicó cómo los lancheros del Suchitlán explotan al turista y cómo no se han organizado para dar un buen paseo (lo comprobamos, no soltamos los $20 por la vuelta). Nos dio el numerito del hotelito y tarán: ¡ya teníamos reservación!
¡Epaaaa! ¡Una oficina del gobierno que trabaja! ¡Eso es espectacular! Hay cambio, nos dijimos. Pero no todo es miel en hojuelas.
Antes del espectáculo, fuimos a comer pupusas y eso fue culpa mía. Mr. B, muy atento, sugirió pizza, pero mi necio paladar quería pupusas, así que en los portales, esquina contigua a Casa de la Abuela, nos metimos quizá en la pupusería más terrible de todo el mundo.
El servicio es comparable a la amabilidad que tienen los cobradores del microbús de la 42 y no exageramos.
Nos sentamos, y luego de que las meseras-pupuseras nos ignoraran como si no fuésemos a pagarles, consiguimos, con grititos y señales infantiles, que nos hicieran caso. Las tipas eran groseras que hasta te hacían sentir como un cipotío regañado.
Pedimos: dos de frijol con queso y dos revueltas y una de queso, de tomar chocolate y Coca. Pedido a Chica 1. Que no hay Coca, ni modo, la Pepsi chafa. Minutos más tarde: Chica1, ¿qué dijo que iba a tomar? Coca y chocolate. (y esta no tiene en sus manos una libretita... ¡que la use!)
Segundos después: Chica 2: ¿qué les sirvo?: chocolate y (...), Mr. que ya estaba bien incómodo, ¡PEPSI! La muchacha salió corriendo. Luego la Chica 1 volvió con un chocolate y un café en lugar de la Pepsi de Mr. B. Él le dijo: yo pedí un gaseosa... Pero es que no me dijo, respondió la Chica 1, la misma a la que le habíamos dicho varias veces que trajera la maldita Pepsi porque no había Coca. Luego la Chica 2 regresó con la Pepsi y luego de eso medio llegaba y nos ignoraba de a galán.
Luego, una familia grande, de esas que joden y son ruidosas, se movía para un lado y el otro con la mesa de al lado. Como resultado las pupusas no estaban del todo mal hasta que pedimos la cuenta: Dice la Chica 1: mire, y cuántas se comieron. Yo, que no tengo paciencia para las ineptitudes, le dije entre una carcajada grosera que yo ¡no sabía ni cuántas me había hartado (le dije comido, no soy tan grosera), que le fuera a preguntar a la otra!
Fin del cuento, si va a Suchi, jamás coma en ese sitio.
Luego de eso, agarramos camino y nos fuimos al parque San Martín para el Festival de Jazz.
Comentarios
Relax, relax, ahí dice parte I, ya pongo lo del concierto.