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Alberto

Recuerdo que la primera vez que lo vi usaba una camisa a cuadros. Tenía el cabello negro, envaselinado y al estilo de los imitadores de Andy, de los menudos. Esa música sonaba por aquella época. Él no los escuchaba, porque a Alberto siempre le gustó Madonna.
También le gustaba cambiarse de uniforme cada quince días, ese año en el que se graduaría cambió al menos tres veces de insignia. Nunca supe si realmente era un genio indómito o si solo era capricho suyo.

Venía de Cuscatlán, y vivía con su hermana y su madre en el pueblo en el que dicen que se apareció la Virgen, cerca del cerro de las Pavas. Venía cada lunes a las reuniones, y a veces, bien a veces, se sentaba a mi lado.

A mí Alberto siempre me puso nerviosa porque tenía más carácter que yo, porque era mayor, porque siempre parecía tener la vida resuelta. Me encantaba por eso.

En aquellos días era una niña demasiado adulta y una muchachita demasiado niña. Ni chicha ni limonada, como decimos por acá. Con mis amigos jugábamos a ser grandes, a disfrutar de la desvergüenza y la juventud. Éramos chicos sanos que iban a la iglesia y cantaban himnos religiosos.

Una vez, cuando el gusto nos iba curtiendo, Alberto me pidió que fuéramos al parqueo, ese que quedaba después de unas habitaciones oscuras y un pasillo tenebroso, del otro lado de la casa. Un parqueo que parecía que tenía pedazos de rieles, que olía a oscuridad y que era la guarida de Alberto en la que se besuquiaba con otras chiquillas fáciles. Eso no lo sabía, lo imaginé años más tarde.

Desconfié de esa invitación deliciosa. Desconfié de Alberto y sus dedos largos, hábiles. Desconfié de mí y puse en sospecha el gusto de él. Era una tonta que no se daba cuenta que él quería besarme. Ahora se dice fácil, antes no lo fue. Había en mí mucha torpeza qué sacudir, y creo que aún quedan remanentes.

Esa vez Alberto no me besó.

Días más tarde volvimos a hallarnos en la iglesia, después de muchos martes juntos y viernes distantes. Y un martes de mayo, después de las alabanzas, me fui con Alberto a las oficinas que estaban solitarias. Contamos chistes, hablamos poco, estábamos nerviosos. Forcejeamos un minuto y me plantó un beso infantil, húmedo, sobre mis labios que eran de papel.

Era la primera vez que me besaban y no tenía ni la más remota idea de qué se hacía en esos momentos. Solo sabía que ese beso sabía a gloria, a certeza de ser buscada, a ese no sé qué pasará ahora.

Al año siguiente Alberto trabajó en una empresa de telecomunicaciones, y no lo vi. Al siguiente año después de ese lo hallé cerca de la basílica de Guadalupe. Se bajó del autobús para saludarme, me besó la mejilla.

Meses más tarde coincidimos en una asamblea, y un sábado en la madrugada me preguntó si quería empatarme con él. Fui idiota. Le dije que solo éramos amigos.

Lo demás que nos pasó se resume en ausencias, llamadas telefónicas escuálidas, negaciones en auricular, a más ausencias en casa de su madre, en noches oscuras escribiendo su nombre, a mi futuro progresando, a no olvidar sus seis letras (porque a Alberto nunca lo llamé así, sino que Ronald).
Nuestra historia sabía a mi primer triunfo en mi clase de redacción, cuando la conté por primera vez, esa ocasión en la que mi maestro dijo: "va adquiriendo sentido narrativo".

Hoy recuerdo que quise mandarle a hacer una esclava y que grabaran "Lazo" sobre el metal. No tuve dinero. Que le compré una postal con su nombre y nunca se la di. Fui cobarde (aún la conservo en mi cartera). Que quise cenar con él. No contestó el teléfono.

Hoy es también un viernes ausente, y me conforta que Alberto también me quiso, muy tarde, pero me quiso. Y solo recuerdo ese su último "muaaak" en un mensaje de texto cuando yo le dije que estaba triste.

Para variar, no contesta más llamadas.

Alberto lleva varios años muerto.

*

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