Solo el amor medio tonto nos puede volver más idiotas y hacer que hagamos esas "cosas" que por lo general jamás haríamos. Por ejemplo: ni en el estado etílico más avanzado se me habría ocurrido comprometerme a hacer 80 panes de pollo para una fiesta infantil. Lo prometí, y no estaba ebria. Ingenua de mí.
Vamos por pasos.
Hacer ochenta panes de pollo supone 1) tener la plata para comprar el pollo, 2) ir por el pollo, 3) pelar el pollo (sí, pelar, guácala), 4) preguntarle a una madre sabia cómo putas cocinar tanto pollo, 5) regresar al mercado porque olviamos el repollo (la col), 6) dejar cocer el pollo mientras se pulveriza la col... y cebolla, zanahoria. 7) Desmenuzar pollo, 8) revolverlo con el supuesto escabeche... 9) ir por el pan, partirlo, 10) rellenarlo y 11) envolverlo en servilleta... eso multiplicado por ochenta.
Todo quedó muy bien, metí los panes en una cajota, los arreglé y quedaron fantásticos en la fiesta porque todos se comieron un promedio de cuatro, y no sobró nada.
Más tarde, el cuerpo se las cobra y nos recuerda que tan solo somos humanos.
Partir la col requiere esfuerzo medio sobrehumano. Dejarla finita hasta que una madre temática esté a gusto requiere sacrificio de mártir. Lo del pollo fue una aventura también, porque al lado de la cocinada también las hice de mamá sustituta con el enano, que quería agua, bañarse, una galleta, que si me gustan las películas de caballo, que no toqués el pan, que bajale a la tele, que dejá a tus primos en paz, todo eso combinado con las respuestas amables a una visita. Y para rellenar los panes, un plantón de mínimo hora y media (menos mal, primas de visita al rescate y avanzamos más). Al rato le digo a mi mamá: si me echan del trabajo, aunque sea panes puedo vender.
Ella se rió escandalosa. No tenía ni idea de lo que me esperaba.
Las mujercitas de mi generación padecemos de: dolores de cabeza, dolores de muñeca (mausitis), dolorcitos en la espalda por sentarnos mal frente al ordenador, uno que otro doblón por tacones y demás detalles de la vida oficinista.
Jamás hinchazón en las piernas por pasar de pie tantas horas seguidas, jamás esa sensación de que la espalda se parte por todo el esfuerzo físico, jamás la neurosis de cocinar, atender nene y atender visitas... y el calor, no, en la ofi no hay calor.
Al día siguiente mientras iba de viaje para donde mi abuela, miraba por la ventana y me conmiseraba a mí misma porque me dolía la espalda, piernas, muslos, hombros y brazos. Me estaba muriendo.
Un día nada más. Solamente un día.
¿Cuántas mujeres hacen eso mismo todos los días todo el día?
Esas tipas son valiosas, valientes.
Ese es amor del bueno.
*
Vamos por pasos.
Hacer ochenta panes de pollo supone 1) tener la plata para comprar el pollo, 2) ir por el pollo, 3) pelar el pollo (sí, pelar, guácala), 4) preguntarle a una madre sabia cómo putas cocinar tanto pollo, 5) regresar al mercado porque olviamos el repollo (la col), 6) dejar cocer el pollo mientras se pulveriza la col... y cebolla, zanahoria. 7) Desmenuzar pollo, 8) revolverlo con el supuesto escabeche... 9) ir por el pan, partirlo, 10) rellenarlo y 11) envolverlo en servilleta... eso multiplicado por ochenta.
Todo quedó muy bien, metí los panes en una cajota, los arreglé y quedaron fantásticos en la fiesta porque todos se comieron un promedio de cuatro, y no sobró nada.
Más tarde, el cuerpo se las cobra y nos recuerda que tan solo somos humanos.
Partir la col requiere esfuerzo medio sobrehumano. Dejarla finita hasta que una madre temática esté a gusto requiere sacrificio de mártir. Lo del pollo fue una aventura también, porque al lado de la cocinada también las hice de mamá sustituta con el enano, que quería agua, bañarse, una galleta, que si me gustan las películas de caballo, que no toqués el pan, que bajale a la tele, que dejá a tus primos en paz, todo eso combinado con las respuestas amables a una visita. Y para rellenar los panes, un plantón de mínimo hora y media (menos mal, primas de visita al rescate y avanzamos más). Al rato le digo a mi mamá: si me echan del trabajo, aunque sea panes puedo vender.
Ella se rió escandalosa. No tenía ni idea de lo que me esperaba.
Las mujercitas de mi generación padecemos de: dolores de cabeza, dolores de muñeca (mausitis), dolorcitos en la espalda por sentarnos mal frente al ordenador, uno que otro doblón por tacones y demás detalles de la vida oficinista.
Jamás hinchazón en las piernas por pasar de pie tantas horas seguidas, jamás esa sensación de que la espalda se parte por todo el esfuerzo físico, jamás la neurosis de cocinar, atender nene y atender visitas... y el calor, no, en la ofi no hay calor.
Al día siguiente mientras iba de viaje para donde mi abuela, miraba por la ventana y me conmiseraba a mí misma porque me dolía la espalda, piernas, muslos, hombros y brazos. Me estaba muriendo.
Un día nada más. Solamente un día.
¿Cuántas mujeres hacen eso mismo todos los días todo el día?
Esas tipas son valiosas, valientes.
Ese es amor del bueno.
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Comentarios
Abrazos, preciosa!
definitivamente me recordó a mi madrecita... que tanto amo.. y tanto trabaja por sus hijos...
valiosa, valiente y trabajadora!!! :D
me rei mucho, ya somos seguidores, volveremos por mas, te invitamos a conocer el nuestro
www.vientoenprosa.blogspot.com
Saludos