Levanto altísimo mi mano. La suspendo firme, como quien saluda a una horda de Hitleres. Quizá temor, quizá desafío. Tal vez una presunción de la segunda impulsada con una buena dosis de supervivencia. Los otros permanecen guarecidos dentro de esa gran maquinaria que más bien es una bestia que se enfurece y gruñe si no le imprimo premura a mis pasos. Estoy a salvo, por fin estoy del otro lado de la acera.
Soy peatón y por eso le temo a los buseros por buseros, le temo a los motociclistas por intrépidos, le temo a lo panelitos que reparten mercancía por presurosos e inestables, le temo a los oficinistas amargaditos porque con su seño fruncido me han gritado ¡Quitate!, le temo a las chicas oficinistas que van maquillándose en el retrovisor porque… ¡Es obvio! ¡Cómo se distraen! Le temo por sobre todo a los señores coasteros porque emulan a las bestias.
Numerosas veces, a manera de cobrador de bus, he golpeado autos que van de retroceso de manera intempestiva en los parqueos y aceras porque no se fijan, solo conducen. Y levanto la mano, que la vean bien. Desde hace algún tiempo hago eso: levantar mi mano. Una señal de furia victoriosa, según mi parecer, para indicarles que se detengan: ¡Voy a pasar!
Le pregunto a una recién ex peatón y amiga que ¿por qué tanto arrebato? ¿Por qué nunca nos ceden el paso? ¿Por qué si nos ven venir en lugar de parar para que pasemos aceleran? ¿Por qué siempre tenemos que correr para atravesar las calles? ¿Por qué no ponen la vía cuando van a cruzar? ¿Por qué debemos encaramarnos en las pasarelas? (Le digo que las pasarelas solo instauran más ese poder, la idea de que las calles solo le pertenecen a los conductores.)
Ella me contesta que no lo sabe, pero me aclara: “En el manual del conductor dice que el peatón está por sobre muchas normas”. ¿Será cierto?
El artículo 93 del reglamento del conductor de SERTRACEN reza: “El peatón que transite por las vías públicas tendrá en todo momento el derecho de paso, debiendo en todo caso atender estrictamente lo indicado por la señalización vial para su seguridad”. ¡Nah!, no les creo.
Pero, en teoría, el Reglamento me refuta: ¡Cómo no! Fíjese bien en los artículos 94, 95, 96, 97,112, 131, 138, 165, y antes de todo eso verifique qué es una acera: “Parte elevada sobre el nivel de las calles o avenidas y están destinadas exclusivamente para los peatones”. ¿Y por qué en todos lados hay carros parqueados ahí que nos obligan a caminar en el asfaltado?, le pregunto al Reglamento. Me ignora.
Soy analfabeta en eso de conducir, me rijo por el sentido común de que todos debemos andar con cuidado, y me respalda el artículo 165: “En todo instante es obligatorio para los conductores guiar sus vehículos con toda clase de precauciones, con el fin de evitar atropellos a los peatones o colisión con otros vehículos”.
No, no y no. Yo no veo eso en las calles. El temor de un peatón es que nos atropelle un vehículo, que salgamos en la mañana y que de manera abruta se nos acabe la vida porque alguien más se levantó tarde o sufre de frustración, o lo dejó su pareja… o lo que sea y es su excusa para ir como loco por las calles.
Caminar en un país como este es una proeza. Comprá carro, me dicen, y no te quejés… Pero yo prefiero caminar, aunque sea peligroso. Porque sigo teniendo miedo, y mucho.
Pero no me rendiré: seguiré saludando Hitleres.
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