Juguemos a que es Navidad y que de verdad es una época feliz en la que todo lo que deseamos puede cumplirse. Juguemos a que la imaginación va ligada, intríseca, a la acción y que por un instante somos tan poderosos que podemos construir sobre arena y nuestro castillo no se caerá.
Creamos. Creamos. Solo así se puede jugar.
Juguemos a que los chicos reciben en este fin de año muñecas, salas de té y bebés plásticos qué alimentar. Juguemos a que les dan de comer, a que les sirven sopas imaginarias en sus tazas amarillentas. Juguemos a que los chicos se preocupan porque el bebé llorón de verdad llora, y que el juguete, con su mecanismo inteligente, hasta que uno le da palmaditas o lo cambia deja de gritar. Porque luego de eso ningún muchacho será huidizo, no quedará un solo chico cobarde.
Juguemos a que las chicas recibimos legos, que nos regalan carros y pistas de competencia. Si las chicas recibiéramos legos en lugar de muñecas, quizá, y lo pienso como una ilusión sin sustento, dejaríamos de ver con total normalidad que un treinta y tanto por ciento de las madres de este país sean chiquillas menores de veinte años. (Con las pistas, aprenderíamos eso de la competencia sana.)
Juguemos a que nos regalan un set de carpintero para construir mucho más que hogares desbaratados en los que el único pilar es esa misma muchacha recién parida que a puros tropezones va saliendo de esos baches.
Sí, juguemos al minilaboratorio. Comprobaríamos con fundamentos teóricos que ciertos componentes (y gentes) no se mezclan, cotejaríamos las distintas reacciones de los especímenes estudiados y quizá así doblegaríamos esa sensación ilusoria de que los príncipes y princesas existen. Reflexionaríamos… quiero creer.
¡Sí! ¡Vamos bien!
Juguemos a que a los chicos les regalan diarios con llave de corazón incluida. Juguemos a que escriben aquello que sienten, que ese sitio (libro) les sirve como una fuga a sus tristezas, rabias y frustraciones, y que luego de escribir un par de líneas se emborrachan de perplejidad y finalmente se asumen como felices. Y así no tirarían portazos (y más).
Juguemos en esta Navidad a que podemos caminar en las calles y que no miramos a nuestros iguales con desdén. Juguemos a ser simpáticos. Juguemos a que por hoy no competimos por ser mejores que el otro. Juguemos a que no nos asusta el otro.
Juguemos escondelero también, porque la sensación de ser encontrado es la más maravillosa. Juguemos a que buscamos al otro y vemos, de lejitos y escondidos, cómo nos busca también. Juguemos a que contar hasta cien es tan solo una manera de avisar que el tiempo es vida… ¡Y vamos a comérnosla!
Juguemos a que la vida no es más que un rato y que dura tanto como dure este juego. Juguemos a que, como un chico llamado Horacio, tan solo nos satisfacen cosas tan sencillas como el bullicio de una guitarra y que la gente nos sonríe porque es un placer infinito romper el silencio.
Por favor, juguemos a que todas las mañanas nos levantamos y somos todo aquello que hemos querido ser. Juguemos a que nos satisface la vida.
Juguemos, porque jugar es la acción absoluta de que se hace “algo con alegría y con el solo fin de entretenerse” (según la RAE). Juguemos porque jugar es “retozar” en eso que creemos y nos hace felices. (El juego contribuye al desarrollo, dicen los psicólogos.)
Juguemos otra vez, como antes, como si la vida se nos fuera en esa alegría de crear mundos. Creámonos que por hoy podemos jugar a que jugamos.
Publicado también en: Contracultura.
Comentarios