Domingo. Llegamos temprano a casa de los abuelos. En la entrada de la calle hay un conacaste que bien tiene unos 80 años, y si hablara y escuchara le preguntaría si de verdad los reos llevaban bolas de hierro con grilletes en los tobillos mientras construían la calle que partió la cordillera del Bálsamo y que conduce a Santa Ana. Hoy el conacaste está verde, con hojas chiquititas que al caer hacen una alfombra sobre el polvo suelto.
La parada de buses se llama tubos, y eso es porque justo al lado hay una fábrica de inmensos tubos de concreto para las aguas lluvias. Más allá, en una hondonada, había una laguna tóxica en la que crecían ninfas moradas. Hoy no hay ninfas floreando, solo bordan el estanque seco unas vacas flacuchas que soportan el sol mañanero.
En la primera de las casas venden plantas en un camión pequeño, y un perro aguacatero (sin raza y callejero) nos persigue con su cola de chilillo, da amigables latigazos a cambio de que seamos dulces con él.
Más allá, en la iglesia evangélica están de fiesta. Todas las mujeres tortilleras ya han ido al molino, han amasado y ahora poblan los comales con minúsculas lunas que luego llenarán con frijoles y queso. El almuerzo será gratuito.
Al llegar a casa apartamos la reja de madera que está por caerse, saludamos fraternal a la familia, a la jefa de todos los Pineda, a los primos, los amigos, bisnietas y demás. La amabilidad campesina hace que nos instalemos bajo un árbol de marañón japonés, sobre los cabellos fuscia que hay en el piso, ya pronto nos darán de desayunar.
Mi tía Yolanda sonríe y se ve hermosa, pone un mantel. Nos lleva desayuno a mi madre, mi hermano y a mí, y me pregunta si quiero huevos revueltos. Le suplico que por favor, y que seré paciente. Con su paso ágil se va a la cocina y al cabo de unos diez minutos vuelve con la cacerola en la mano y los sirve. Los pruebo y me saben a gloria.
Saben a mi infancia, saben a mi viejo cocinando para mí a las once de la noche, saben a almuerzo de sábados lánguidos propicios para ir a la ferretería, a cena fácil, a desayuno apresurado, a acuerdos comunes entre mi viejo y yo... otra vez a cenas a solas con mi hombre favorito en todo el mundo. Sí, saben a gloria.
Le cuento el detalle a mi tía Yolanda, la que más quiero por llamarme del mismo modo que mi viejo, y le digo que solo le faltaron los puntitos negros sobre aquella masa amarillenta.
La tía Yolanda se queda pensando un momento y agradece el cumplido por el desayuno, al cabo de un instante se explaya.
-A tu papá le quedaban así porque de seguro hacía los huevos con margarina y no con aceite, porque la margarina se quema más rápido que el aceite.
Mi madre interrumpe explicando que ella también los hace así, pero no le quedan igual. Aclara que siempre está pendiente.
-Ahí está el detalle -dice mi tía-, de seguro tu papá se distraía un tanto y sin querer se le pasaba la margarina, siempre, y luego dejaba ir los huevos.
Sus variantes van en la explicación de un aceite de alto rendimiento, y uno de menos, que la manteca se quema menos, que las papas fritas de las ferias se cocinan con tal y tal, y así.
De lo que mi tía no se dio cuenta es que reveló un gran misterio. Mi viejo, con las mil y un ocupaciones, con los mil y un trámites, siempre olvidaba que estaba cocinando, y quemaba la margarina, y me servía esos huevos revueltos así, poblados de puntitos negros que no eran más que carbono. Mi viejo podía no ser un gran chef, pero jamás iba a dejarme morir de hambre y más si mis ayunos laborales llegaban hasta las once de la noche.
Cuando caiga la tarde y el conacaste sea un mounstro gigante de mil brazos, iré a prepararme unos huevos así, dejando quemar un poco la margarina, como para recordar un tantito a mi viejo.
*
La parada de buses se llama tubos, y eso es porque justo al lado hay una fábrica de inmensos tubos de concreto para las aguas lluvias. Más allá, en una hondonada, había una laguna tóxica en la que crecían ninfas moradas. Hoy no hay ninfas floreando, solo bordan el estanque seco unas vacas flacuchas que soportan el sol mañanero.
En la primera de las casas venden plantas en un camión pequeño, y un perro aguacatero (sin raza y callejero) nos persigue con su cola de chilillo, da amigables latigazos a cambio de que seamos dulces con él.
Más allá, en la iglesia evangélica están de fiesta. Todas las mujeres tortilleras ya han ido al molino, han amasado y ahora poblan los comales con minúsculas lunas que luego llenarán con frijoles y queso. El almuerzo será gratuito.
Al llegar a casa apartamos la reja de madera que está por caerse, saludamos fraternal a la familia, a la jefa de todos los Pineda, a los primos, los amigos, bisnietas y demás. La amabilidad campesina hace que nos instalemos bajo un árbol de marañón japonés, sobre los cabellos fuscia que hay en el piso, ya pronto nos darán de desayunar.
Mi tía Yolanda sonríe y se ve hermosa, pone un mantel. Nos lleva desayuno a mi madre, mi hermano y a mí, y me pregunta si quiero huevos revueltos. Le suplico que por favor, y que seré paciente. Con su paso ágil se va a la cocina y al cabo de unos diez minutos vuelve con la cacerola en la mano y los sirve. Los pruebo y me saben a gloria.
Saben a mi infancia, saben a mi viejo cocinando para mí a las once de la noche, saben a almuerzo de sábados lánguidos propicios para ir a la ferretería, a cena fácil, a desayuno apresurado, a acuerdos comunes entre mi viejo y yo... otra vez a cenas a solas con mi hombre favorito en todo el mundo. Sí, saben a gloria.
Le cuento el detalle a mi tía Yolanda, la que más quiero por llamarme del mismo modo que mi viejo, y le digo que solo le faltaron los puntitos negros sobre aquella masa amarillenta.
La tía Yolanda se queda pensando un momento y agradece el cumplido por el desayuno, al cabo de un instante se explaya.
-A tu papá le quedaban así porque de seguro hacía los huevos con margarina y no con aceite, porque la margarina se quema más rápido que el aceite.
Mi madre interrumpe explicando que ella también los hace así, pero no le quedan igual. Aclara que siempre está pendiente.
-Ahí está el detalle -dice mi tía-, de seguro tu papá se distraía un tanto y sin querer se le pasaba la margarina, siempre, y luego dejaba ir los huevos.
Sus variantes van en la explicación de un aceite de alto rendimiento, y uno de menos, que la manteca se quema menos, que las papas fritas de las ferias se cocinan con tal y tal, y así.
De lo que mi tía no se dio cuenta es que reveló un gran misterio. Mi viejo, con las mil y un ocupaciones, con los mil y un trámites, siempre olvidaba que estaba cocinando, y quemaba la margarina, y me servía esos huevos revueltos así, poblados de puntitos negros que no eran más que carbono. Mi viejo podía no ser un gran chef, pero jamás iba a dejarme morir de hambre y más si mis ayunos laborales llegaban hasta las once de la noche.
Cuando caiga la tarde y el conacaste sea un mounstro gigante de mil brazos, iré a prepararme unos huevos así, dejando quemar un poco la margarina, como para recordar un tantito a mi viejo.
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Comentarios
Se antoja ser parte de la narración
y aparecer en tus relatos; ya sea
con raices o cocinando para ti.
Saludos!
PS. Cómo te llama tu tía Yolanda?