Estábamos en estudiando a Maquiavelo, hacía tres o cuatro días que nadie dormía porque también leíamos unos tres folletos diarios, algunos trabajábamos y estudiábamos, y demás.
La catedrática nos miró como quien ve un ejército caído. No le dimos lástima, a pesar de que yacíamos sobre las mesas. Con su peculiar tono déspota y medio arrabalero, nos gritó: ¡Ustedes no jodan, todos estamos cansados!
Estábamos acostumbrados a ese trato que nunca rayó en la falta de respeto. Nos gustaba así, medio soez.
Muchos de los pilares de mi vida usaron palabrotas para expresarse. Jamás me incomodó.
Una vez, cuenta la leyenda, mi papá estaba en medio de un partido de fútbol, e iba perdiendo el Alianza. Todos los aficionados blancos le gritaban al árbitro que era un vendido, la contracción de hijo+de+prostituta, el superlativo de cero+grande (futura contracción, supongo) y demás adjetivos floridos.
Mi papá era desbocado en el fútbol, dejaba ahí su alma, así que también formaba fila en los que insultaban casi como energúmenos al árbitro.
Una señora que estaba en las gradas de abajo trató de ser graciosa: le dijo a mi papá que que se calmara, que no gritara tanto porque se podía morir de un paro. Mi viejo, interrumpido en su cenit por la intrusa, le gritó un espectacular ¡Cállese, vieja puta! (Y cada vez que lo cuento se divierte la gente.)
Digo palabrotas desde chica, a nadie le gustaron. Ni a mi madre, ni a mis compañeras y menos a las profesoras del colegio de monjas en el que crecí. No es que de diez que diga nueve son expresiones soeces, sin embargo, disfruto adjetivar a tipos merecidos con palabras vulgares que denoten una fuerza semántica tan poderosa y así descargar toda la fuerza e ira (tristeza, llanto, alegría) en esa expresión.
Jamás es lo mismo decir este tipo es una montaña de excremento de vaca a que digamos este tipo es una mierda. Sostengo que además es una metáfora, por muy vil que sea el susodicho (macho o hembra) jamás llegará al nivel de defecación animal.
¡Huy, qué vulgar! ¿Y así escribe?
Ay, puro mecánico de taller... cobradora de buses...
He escuchado varias expresiones moralistas al respecto. No sigo la moral a la hora de hablar, sigo la adecuación. Claro que podemos usar palabras soeces. ¡Por supuesto que sí!
Hagamos terapia. En un día que se sienta muy miserable, vaya a un estadio, por ejemplo -eso si no tiene un desierto o campo de golf a la vuelta de su casa-, y grite que la vida es una mierda, que su jefe es pendejo, que todas las mujeres son putas. Lo que sea.
Verá que regresa renovado.
Ahora pruebe esto otro: su día fue de la patada, todo sale mal, descargue su ira y grite: ¡Rayos y centellas! ¡Recórcholis! ¡Ay, caramba!
Comprobará usted (o eso espero) que la carga emocional de estas expresiones son fútiles comparadas con las antes mencionadas.
Las palabras soeces no tienen parangón.
Un día estábamos en la cocina con mi hermano, lo veía cocinar, y en alusión a un primo adolescente él contaba que no era correcto, que como le iba a decir así a sus compañeros y blablá. Claro que tenía razón.
Su tesis iba en que la gente decente no dice malas palabras, que él podía tener muy en alto a una mujer lista, bonita, talentosa, pero que si decía malas palabras eso la ponía por el suelo. Era una arrastrada.
¡O sea que yo soy una arrastrada!, lo interrumpí. Luego sonreí burlona, muy burlona.
Mi hermano se recuperó en la frase que no había terminado y se disculpó: pero es que vos ya sos grande, ya trabajás, y no las decís aquí en la casa...
Defiendo fervientemente la utilización adecuada (adecuación: uso preciso del lenguaje en tiempo, espacio y público) de las hermosas malas palabras.
Malas palabras les dicen. ¡Imagínense!, como si ellas hicieran crecer las estadísticas de 16 muertos diarios en mi país. Si la gente las usara con más propiedad en vez de meterse una pistola por el culo, quizá habría menos muertos.
Sin ellas ya rodarían muchas más cabezas.
*
La catedrática nos miró como quien ve un ejército caído. No le dimos lástima, a pesar de que yacíamos sobre las mesas. Con su peculiar tono déspota y medio arrabalero, nos gritó: ¡Ustedes no jodan, todos estamos cansados!
Estábamos acostumbrados a ese trato que nunca rayó en la falta de respeto. Nos gustaba así, medio soez.
Muchos de los pilares de mi vida usaron palabrotas para expresarse. Jamás me incomodó.
Una vez, cuenta la leyenda, mi papá estaba en medio de un partido de fútbol, e iba perdiendo el Alianza. Todos los aficionados blancos le gritaban al árbitro que era un vendido, la contracción de hijo+de+prostituta, el superlativo de cero+grande (futura contracción, supongo) y demás adjetivos floridos.
Mi papá era desbocado en el fútbol, dejaba ahí su alma, así que también formaba fila en los que insultaban casi como energúmenos al árbitro.
Una señora que estaba en las gradas de abajo trató de ser graciosa: le dijo a mi papá que que se calmara, que no gritara tanto porque se podía morir de un paro. Mi viejo, interrumpido en su cenit por la intrusa, le gritó un espectacular ¡Cállese, vieja puta! (Y cada vez que lo cuento se divierte la gente.)
Digo palabrotas desde chica, a nadie le gustaron. Ni a mi madre, ni a mis compañeras y menos a las profesoras del colegio de monjas en el que crecí. No es que de diez que diga nueve son expresiones soeces, sin embargo, disfruto adjetivar a tipos merecidos con palabras vulgares que denoten una fuerza semántica tan poderosa y así descargar toda la fuerza e ira (tristeza, llanto, alegría) en esa expresión.
Jamás es lo mismo decir este tipo es una montaña de excremento de vaca a que digamos este tipo es una mierda. Sostengo que además es una metáfora, por muy vil que sea el susodicho (macho o hembra) jamás llegará al nivel de defecación animal.
¡Huy, qué vulgar! ¿Y así escribe?
Ay, puro mecánico de taller... cobradora de buses...
He escuchado varias expresiones moralistas al respecto. No sigo la moral a la hora de hablar, sigo la adecuación. Claro que podemos usar palabras soeces. ¡Por supuesto que sí!
Hagamos terapia. En un día que se sienta muy miserable, vaya a un estadio, por ejemplo -eso si no tiene un desierto o campo de golf a la vuelta de su casa-, y grite que la vida es una mierda, que su jefe es pendejo, que todas las mujeres son putas. Lo que sea.
Verá que regresa renovado.
Ahora pruebe esto otro: su día fue de la patada, todo sale mal, descargue su ira y grite: ¡Rayos y centellas! ¡Recórcholis! ¡Ay, caramba!
Comprobará usted (o eso espero) que la carga emocional de estas expresiones son fútiles comparadas con las antes mencionadas.
Las palabras soeces no tienen parangón.
Un día estábamos en la cocina con mi hermano, lo veía cocinar, y en alusión a un primo adolescente él contaba que no era correcto, que como le iba a decir así a sus compañeros y blablá. Claro que tenía razón.
Su tesis iba en que la gente decente no dice malas palabras, que él podía tener muy en alto a una mujer lista, bonita, talentosa, pero que si decía malas palabras eso la ponía por el suelo. Era una arrastrada.
¡O sea que yo soy una arrastrada!, lo interrumpí. Luego sonreí burlona, muy burlona.
Mi hermano se recuperó en la frase que no había terminado y se disculpó: pero es que vos ya sos grande, ya trabajás, y no las decís aquí en la casa...
Defiendo fervientemente la utilización adecuada (adecuación: uso preciso del lenguaje en tiempo, espacio y público) de las hermosas malas palabras.
Malas palabras les dicen. ¡Imagínense!, como si ellas hicieran crecer las estadísticas de 16 muertos diarios en mi país. Si la gente las usara con más propiedad en vez de meterse una pistola por el culo, quizá habría menos muertos.
Sin ellas ya rodarían muchas más cabezas.
*
Comentarios
sabes frente a mi madre y a la familia no puedo decir esas malas palabras, incluso cuando dije "bitch" frente a ella, me puse rojo y me disculpé como si hubiera cometido una falta imperdonable.