Si hay algo que siempre admiraré de mi padre es que tenía una capacidad tremenda de hacer amigos, una tolerancia incalculable y una sonrisota de desmesurada confianza.
Caminar junto a mi padre siempre era un placer. Platicábamos ameno y me decía cuál era el nombre de todos los árboles que hallábamos en la calle. Al salir de casa agarrada de su mano sabía que debía dejar de lado mi mal humor mañanero de cobija pegada porque era inminente: íbamos a saludar a medio mundo. Y cuando digo medio mundo es medio mundo.
A mi viejo lo conocían todos los vecinos. Mi padre era el hombre de mostacho y cabello afro que caminaba alegre, que alzaba la mano para saludarte si ibas lejos. Era al que todos los buseros le silbaban para llevarlo gratis al trabajo. Era al que de pasada le regalaban bolsadas de limones indios.
Me decía que le pedía a Dios un amigo diario. Y eso hacía. Por eso le hablaba a las mujeres empurradas del bus, por eso todos los señores que recogían la basura le sonreían y le decían nos vemos, maestro. Por eso mi mamá sigue enamorada de él.
Las llegadas y salidas de mi padre nunca fueron sigilosas. El sonido de un manojo de llaves todavía me alegra el corazón, me recuerda a que nunca terminaba de llegar a donde debía porque era como la reina del pueblo: saludaba a uno por uno y platicaba de la vida entera con todos.
Mi viejo contaba chistes pícaros de oficina. Cuidaba de las mujeres atribuladas de su trabajo y les decía: No, mamita, cuídese y deje a ese hijueputa. Me consta que era capaz de encontrar un centavo perdido en los libros de contabilidad. También dicen que era buen amigo.
Cuando yo iba a segundo grado de la primaria debíamos reportar qué habíamos aprendido. Era una especie de examen oral diario. Para uno de esos temas de estudios sociales mi papá me enseñó una fórmula mágica.
Me dijo:
-Siempre que querrás decir algo, primero decí "A mi criterio...", entonces así expresás tu punto de vista, el tuyo y solo tuyo, y siempre vas a respetar el de los demás.
Eso hizo mi padre conmigo, me dijo que pensara por mí misma.
Cuando respondí así en el colegio, todas las profesoras se quedaron maravilladas. No recuerdo muy bien el tema, pero esa fórmula mágica la repetí tantas veces como ellas me lo pidieron. Era un circo ese el de pensar por una misma. Y me quedó tatuado en la memoria.
Tanto hice con mi viejo que de a poco saco alguna que otra pepita. Por hoy, su tremenda tolerancia, su "A mi criterio" y su saludo alegre.
Después de varios años de ausencia, la gente en la calle todavía me pregunta por él, qué ha sido de ese hombre de corbata y camisa blanca.
El lunes, cuando me bajé de un microbús, una señora que venía conmigo me dijo a quemarropa: ¿y su papá?
Le dije que una mala peste se lo había llevado.
Se quedó horrorizada. Me dio las condolencias y comentó lo mucho que lo apreciaba.
Dentro de todo me alegró.
Me gusta que me pregunten por él, que me digan que era simpático y que siempre lo recuerdan.
Ahora su sonrisota me persigue y me hace saludar a quien sea; sobre todo, me invita a ser menos gruñona.
*
Caminar junto a mi padre siempre era un placer. Platicábamos ameno y me decía cuál era el nombre de todos los árboles que hallábamos en la calle. Al salir de casa agarrada de su mano sabía que debía dejar de lado mi mal humor mañanero de cobija pegada porque era inminente: íbamos a saludar a medio mundo. Y cuando digo medio mundo es medio mundo.
A mi viejo lo conocían todos los vecinos. Mi padre era el hombre de mostacho y cabello afro que caminaba alegre, que alzaba la mano para saludarte si ibas lejos. Era al que todos los buseros le silbaban para llevarlo gratis al trabajo. Era al que de pasada le regalaban bolsadas de limones indios.
Me decía que le pedía a Dios un amigo diario. Y eso hacía. Por eso le hablaba a las mujeres empurradas del bus, por eso todos los señores que recogían la basura le sonreían y le decían nos vemos, maestro. Por eso mi mamá sigue enamorada de él.
Las llegadas y salidas de mi padre nunca fueron sigilosas. El sonido de un manojo de llaves todavía me alegra el corazón, me recuerda a que nunca terminaba de llegar a donde debía porque era como la reina del pueblo: saludaba a uno por uno y platicaba de la vida entera con todos.
Mi viejo contaba chistes pícaros de oficina. Cuidaba de las mujeres atribuladas de su trabajo y les decía: No, mamita, cuídese y deje a ese hijueputa. Me consta que era capaz de encontrar un centavo perdido en los libros de contabilidad. También dicen que era buen amigo.
Cuando yo iba a segundo grado de la primaria debíamos reportar qué habíamos aprendido. Era una especie de examen oral diario. Para uno de esos temas de estudios sociales mi papá me enseñó una fórmula mágica.
Me dijo:
-Siempre que querrás decir algo, primero decí "A mi criterio...", entonces así expresás tu punto de vista, el tuyo y solo tuyo, y siempre vas a respetar el de los demás.
Eso hizo mi padre conmigo, me dijo que pensara por mí misma.
Cuando respondí así en el colegio, todas las profesoras se quedaron maravilladas. No recuerdo muy bien el tema, pero esa fórmula mágica la repetí tantas veces como ellas me lo pidieron. Era un circo ese el de pensar por una misma. Y me quedó tatuado en la memoria.
Tanto hice con mi viejo que de a poco saco alguna que otra pepita. Por hoy, su tremenda tolerancia, su "A mi criterio" y su saludo alegre.
Después de varios años de ausencia, la gente en la calle todavía me pregunta por él, qué ha sido de ese hombre de corbata y camisa blanca.
El lunes, cuando me bajé de un microbús, una señora que venía conmigo me dijo a quemarropa: ¿y su papá?
Le dije que una mala peste se lo había llevado.
Se quedó horrorizada. Me dio las condolencias y comentó lo mucho que lo apreciaba.
Dentro de todo me alegró.
Me gusta que me pregunten por él, que me digan que era simpático y que siempre lo recuerdan.
Ahora su sonrisota me persigue y me hace saludar a quien sea; sobre todo, me invita a ser menos gruñona.
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